miércoles, 26 de agosto de 2020

Mandarinas

 Aún no ha finalizado este mes de agosto que casi parece eterno y ya hay mandarinas en las fruterías. La otra tarde lo descubrí y me resultó un tanto curioso y extraño. Cuando yo era pequeño, las mandarinas solían llegar a finales de octubre o primeros de noviembre. Las primeras mandarinas. Las de la piel más clara. Las más ácidas. Las que más me gustan. Ese jugo deshaciéndose en la boca, calmando la garganta de los que tenemos en ella nuestro punto débil. Su llegada a las fruterías estaba asociada a los días de colegio cercanos ya al invierno. El olor de su piel en las manos infantiles. Ese olor que a veces también impregnaba los guantes y la bufanda. Ya sabemos que hay olores imborrables: el de aquellas primeras mandarinas es, para mí, uno de ellos. Las mandarinas permanecían en las fruterías todo el invierno, casi hasta la llegada de la primavera, cuando ya no había rastro de las ácidas, todas eran dulces, demasiado dulces para mi gusto, incluso ya al final del invierno estaban medio secas, sin jugo. Las mandarinas, entonces, compartían espacio con las primeras fresas. Un contraste de colores y estaciones. Ahora, en este agosto revuelto e interminable, lo hacen con los primeros y diminutos higos. Todo ello, mandarinas e higos, está disparado de precio. Casi cuatro euros me cobraron por un kilo. Aunque tendré que preguntar primero la próxima vez, dejemos a un lado eso. Dejemos que el olor impregne las manos y el jugo se deshaga en la boca, calmando de nuevo la garganta. Dejemos que una simple mandarina -menos ácida que aquellas primeras de entonces, aunque ciertamente sabrosa- nos devuelva por unos instantes aquel tiempo en el que el miedo (los miedos, en plural) no tenía cabida en nuestras vidas. 

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