Hay gente que dice que con esta pandemia vamos a aprender a valorar las pequeñas cosas. Ustedes disculpen, pero no. Algunas personas no necesitamos toda esta situación -con sus abundantes dosis de angustia, irritación, vocerío e incertidumbre- para valorar las pequeñas cosas. Ya sabíamos hacerlo con anterioridad. Los años y algunos de esos golpes que te solmena la vida de vez en cuando siempre contribuyen a ello: eso es justo reconocerlo. Pequeños placeres (o los placeres sencillos, que diría Jane Bowles) como dar un paseo, tomar una caña con tu pareja, cocinar y disfrutar después de lo cocinado, comprar un libro, ir al cine... Ir al cine: ahí quería llegar. O: ahí, al cine, quería llegar una vez más. Creo que, en medio de este caos, es importante recuperar las buenas costumbres. Ir al cine, en mi caso, es una de ellas. Recorrer a pie los kilómetros que separan mi casa de los únicos cines que hay en la ciudad. Sentir que la apuesta va a ser segura, que la película que has seleccionado para una tarde cualquiera del fin de semana te va a emocionar. Sentir que has empleado bien el dinero, circunstancias obligan. Y sentir también -muy importante- que estás, dada la pandemia y las consecuencias de no seguir las indicaciones sanitarias, en un lugar seguro. Todo eso lo sentí el otro día, viendo la espléndida película de Icíar Bollaín, 'La boda de Rosa'. Una historia bien escrita, bien contada y bien interpretada por todo el elenco. Una historia que refleja las miserias e imperfecciones que llevamos a cuestas, pero una historia donde la luminosidad gana la batalla a esas miserias e imperfecciones de las que a veces resulta imposible huir. Y eso, sentir que la luminosidad puede estar de tu lado, es fundamental para la supervivencia en estos tiempos tan inciertos. La sensación, al salir del cine, de que la corriente no te va a arrastrar no tiene precio. Los pequeños placeres cuando dejan de ser pequeños.
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