A mí padre, como a mí, le encanta el arroz. En todas sus variantes: del más sofisticado al más sencillo. El arroz y los veranos en el sur, recuerda siempre. Yo también recuerdo el arroz en aquellos veranos. Y el arroz que preparaba mi madre cuando, de niño, tenía constantes infecciones de garganta porque era lo único que me apetecía comer. Suelo hacerlo a menudo porque sé que le hace feliz, y uno ya no busca más que hacer felices a los seres que quiere. Ayer, tras enterarme de la muerte del padre de mi querida Toni Rodero, me metí en la cocina, abrí la nevera para ver de qué disponía para preparar un arroz apañado y me dispuse a ello. Esos resortes que tenemos en la cabeza. Hilos que se conectan con otros hilos, y todo eso. La vida, fuera grandilocuencias, se basa en esos detalles que aparentemente parecen insignificantes. Un arroz con cuatro cosas y Nina Simone al fondo. ¿Cuántas veces lo habré preparado? ¿Cuántas veces más lo haré? Quién sabe. Y además tampoco conviene pensar demasiado en ello.
Hice el arroz con esas cuatro cosas. Nina Simone y 'My sweet lord' (cuya versión extendida en la fantástica obra de teatro 'Las canciones' es algo más que una canción: es una especie de catarsis salvaje y alucinante). Me acordé todo el rato de mi amiga Toni, de las fotos que colgaba con su padre en sus redes sociales. De lo que debe sentir uno cuando se queda huérfano. Y ya está.
(El arroz, aunque quede mal decirlo, estaba muy bueno).
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