Si te paras a pensarlo, traspasados ya los cuarenta años, la vida ha estado llena de cosas buenas y malas, penas y alegrías, euforias y decepciones. Momentos de gran esperanza y de desesperanza. Creo que he sabido disfrutar de unos y sobrellevar los otros, intentar dejarlos atrás. Desamores, traumas, paro, crisis, traiciones... He podido con todo. O en ello estamos aún con alguna de esas historias. Lo único que me desarma, que me deja completamente impotente, es la enfermedad. La enfermedad de mi madre. De ella ya he hablado en más ocasiones. Mi madre sufre una enfermedad reumática degenerativa de nombre imposible. Se le han deformado algunos huesos y se le deformarán más. Cuando sufre uno de los brotes de la dichosa enfermedad, apenas puede moverse, caminar, hacer las cosas más elementales y cotidianas. En esos momentos, ni siquiera el duro tratamiento que se tiene que poner todas las semanas (inyecciones incluidas) hasta el final de sus días hace el más mínimo efecto. El cuerpo no responde. Los medicamentos parecen agua. Cuando pasan unos días, las cosas vuelven a su cauce. Sigue con sus dolores habituales (nunca desaparecen del todo), pero puede continuar con su vida como si no pasara nada. Y cruzamos los dedos hasta que otro maldito brote quiera hacer su aparición estelar. Nadie sabe cuando regresará, el tiempo que tardará en hacerlo. Las enfermedades son así de imprevisibles, de traicioneras. No importa que sea invierno o verano, que haga frío o calor. Estos días, uno de esos brotes se ha instalado de nuevo en su cuerpo. El dolor se destaca en su rostro. La voz se vuelve más triste y apagada, como si le costara salir de su interior. No tengo más que hablar con ella por teléfono para saberlo. La enfermedad en todo su esplendor. Sólo encuentro tiempo, esté haciendo lo que esté haciendo, para que el brote se marche y se recupere la normalidad, siempre entre comillas. Porque la normalidad absoluta no va a regresar jamás. Lo sabemos. Por eso, pese a todo (los dolores que no desaparecen, el duro tratamiento, etc) nos conformamos con la otra. Es lo que nos queda. Con lo que nos tenemos que conformar.
Esta vez, dada la importancia del brote, hemos tenido que volver al hospital. Me sé el camino de memoria. Y según me voy acercando, algo se revuelve en mi estómago, en mi cabeza. Los recuerdos del tiempo que estuvo allí ingresada, tan difíciles de espantar, regresan de golpe. Mientras espero en una sala rodeado de gente con caras de angustia a que una enfermera salga a preguntar por los familiares de mi madre, intento distraerme y saco de la bolsa el libro que estoy leyendo estos días, el último de Rosa Montero, "La ridícula idea de no volver a verte". Un libro que es una mezcla de muchas cosas: novela, diario, ensayo, biografía... Un texto muy original y recomendable. Habla sobre el dolor de la pérdida de los seres que amamos. Todo gira alrededor de diario que escribió Marie Curie tras la absurda muerte de su marido. Y del dolor que experimentó la propia Rosa tras la muerte del suyo. No es, pese a todo, un libro triste. Son palabras que, en cierta medida, ayudan a comprender el dolor, las ausencias. Que ayudan a entender un poco más de qué va todo esto, de qué va la vida. "La vida mancha". Son las últimas palabras que leo antes de ver aparecer por la puerta del fondo a mi madre. Viene caminando despacio, cojeando (esta vez el dolor, que viene y va por diferentes partes de su cuerpo, se ha instalado en una de las piernas, la izquierda), sonriente. No tiene que quedarse ingresada. Respiramos aliviados. Y salimos del hospital, tan rápido como podemos. Atrás quedan las caras de angustia de los familiares de otros enfermos, la incertidumbre y la angustia. Ya en la calle, de regreso a casa, sentimos el calor inesperado de la mañana. Sentimos que la vida flota libre y a su aire. Y que nosotros formamos parte de ella, inevitablemente.
Siempre me quedo prendida de tus comentarios porque reavivan em mí experiencias y vivencias, momentos en los que parece que todo es un negro túnel y otros en los que la luz y el sol nos dan calor y vida. Gracias por tus palabras .
ResponderEliminarHoy eres tú el que me deja desarmada porque leyéndote, he revivido de alguna manera la enfermedad de la mía (EPOC), y me he vuelto a ver en aquella sala de espera, con un libro también entre las manos y atenta a escuchar por megafonía el nombre de mi madre. La tuya es afortunada porque te ha transmitido esos valores que tú tan bien has recogido. Siempre me conmueves, hoy especialmente.
ResponderEliminarYo solo deseo que tu madre se reponga de este brote lo antes posible y que vuelva a la "normalidad" lo antes posible. Un besin pa los dos
ResponderEliminarGracias al comentario de Rosa Montero, te he leído por primera vez y me ha conmovido lo que cuentas. Supongo tener una madre mayor, lejos, con algunos achaques que ha padecido, ha contribuido a ello...
ResponderEliminarMe informaré más sobre ti!
Un saludo con toda mi comprensión,
Montse
Deseo que los brotes se espacien lo más posible en el tiempo, y por consiguiente, el dolor de tu madre. Y el tuyo por ella. Yo perdí a mis padres jóvenes y viéndoles sufrir. Sé de lo que hablas. Abrázala mucho, todo lo que puedas, dale ternura, toda de la que seas capaz, os ayudará a los dos.
ResponderEliminarPrecioso
ResponderEliminarMe ha encantado, gracias a Rosa te he conocido y he podido leer esta crónica que haces de la enfermedad de tu madre, me he sentido tan identificada. Quiérela mucho, dile millones de veces lo que la quieres y abrázala. Animo.
ResponderEliminarTambién gracias a Rosa Montero te he descubierto en un momento de mi vida en que asisto impotente al estado en que se encuentra mi madre.
ResponderEliminarA la larga lista de dolencias y sus secuelas, se añadió súbitamente una neumonía grave. Ha estado ingresada en un hospital donde los tres hermanos y mi cuñado hemos hecho largos turnos para vigilar su descanso. Su cuerpo pequeño ha adelgazado tanto que estremece. Le han dado el alta y con ella un tratamiento para combatir los grandes dolores que sufre por escaras en su piel. No podemos hacer más que besarla, acariciarla y decirle que la queremos, pero, ¿hasta dónde es suficiente?
Ánimo Ovidio. Sigue a su lado lo más que puedas pues el día que se vaya la llorarás como yo lo hago ahora leyéndote, pues perdí a la mía hace pocos meses. Ahora, poco a poco, olvidó los malos momentos en que la vi sufrir y me quedan los ratos dulces y las risas por sus disparates simpáticos (tenía demencia).
ResponderEliminar(gracias Rosa por hablarnos de Ovidio)
Olvidé firmar.....
ResponderEliminarCristina
El dolor por la enfermedad de los padres y de los seres queridos nos pone efectivamente en la aceptación de lo que es la vida, que aquí no queda nadie y que mi mundo sin ellos no va a ser el mismo, seguramente ni siquiera será mi mundo.
ResponderEliminarConmovedor y muy bello
ResponderEliminarPuedo entender lo que cuentas. Vivo algo parecido con mi madre. Tuvo un ictus y ya no volvió a ser la que era, también tiene artrosis y un montón de problemas musculares que la hacen caminar con una llamativa dificultad. Ella que fue tan enérgica siempre.Mucho ánimo.
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