Me lo dijo así, inesperadamente: "Daría lo que fuera, hasta un año de mi vida, por tener a mi madre delante aunque sólo fuera por un minuto". Su madre, la de mi amiga, que había muerto algún tiempo atrás. Estábamos hablando de libros y, luego, llegó ese tema, el de las madres. Su madre se fue, casi de un día para otro. Aún se le humedecían los ojos al recordarla. Recuerdo esa historia mientras leo el último libro de Alice Munro, "Mi vida querida". Los cuatros últimos relatos son autobiográficos, así lo explica la escritora canadiense. Y en uno de ellos, el último, recuerda que no volvió a casa cuando su madre cayó enferma por última vez, ni siquiera para el funeral. Los hijos, las obligaciones, las formalidades, el dichoso dinero... Esos son los argumentos que sostiene. El texto es brutal, sobrecoge. A veces parece que hacemos cosas equivocadas, cosas que nunca podremos perdonarnos, pero, sin embargo, lo hacemos, nos perdonamos. Eso viene a decirnos Munro. Y ahí recordé las palabras de mi amiga, los ojos nublados por la pena. "Cuando tu madre se muere, lo mismo te da estar aquí que en Australia. Las raíces se han perdido, y ya no te importa buscar otras -que nunca serán las mismas- en cualquier otra parte". Sus palabras siguen sobrecogiéndome. Supongo que el que ha perdido a su madre sabrá bien de lo que mi amiga hablaba. También pensé, al leer el texto de Munro, en esas cosas que nos hacen y que terminamos perdonando. ¿Dónde está el límite para determinadas cosas? Para esas cosas que unos hacen a otros por envidia, por celos, por el mero placer de intentar que otro no destaque más que tú aunque estés destacando por un duro trabajo realizado. Ah, los misterios del ser humano. No sé realmente dónde está ese límite. Sinceramente, cuantos más años se van cumpliendo, más siguen sorprendiendo determinadas mezquindades. Así es la vida. Zancadillas, puñetazos, palabras veladas, corrillos, intentar que los demás no destaquen jamás por encima de quien las propicia... Podría decir tantas cosas... pero no lo voy a hacer. Porque, en el fondo, no me importa lo más mínimo, aunque en ocasiones haya pretendido rozarme toda esa maldad. La maldad por la maldad. No me importa, ni me disgusta. Lo único que me importa es hacer bien mi trabajo, no defraudar en este sentido. Y lo que ellos no saben, ay, es que otra gente, más importante para mí durante años, lo intentó primero, con similares armas, y no lo consiguió. No, no lo hizo. Aunque ni siquiera me hayan pedido perdón donde habría mucho que perdonar. Pero no era de todo esto de lo que quería hablar, sino de mi amiga, de su madre, de la historia que me contó aquella tarde después de presentar el libro de otra amiga en una pequeña vinatería porque de los pequeños sitios es de donde orgullosamente provengo (he presentado libros, propios y ajenos, delante de cientos de personas y de cuatro amigos), aunque a veces también me haya tocado estar delante de casi quinientas personas. Son las cosas de la vida. Y disfrutar de todas ellas es lo que va conformando el camino. Mi camino.
El camino, el tuyo, se me antoja, difícil, como tú bien dices, pero a la vez, pleno. Pleno porque tus raices, las de tu madre, las de tu familia, son sólidas y están fundamentadas en las buenas intenciones, eso da un suelo muy firme para no desfallecer.
ResponderEliminarHoy el comentario me sobrecoge. No sé...quizá es el día lluvioso, o los recuerdos que acechan cuando menos lo esperas, o que hay días en que te atrapa la nostalgia...en fin quizá luego salga el sol.Un abrazo.
ResponderEliminarYa dice la tradición española que la envidia es el mal que nos caracteriza. Por otro lado, totalmente de acuerdo en lo que respecta a los padre
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