Tumbados sobre
la hierba, bajo un sol de invierno que apenas calentaba, descansábamos después
de las largas caminatas y aguardábamos la llegada de las madres de la Plaza de
Mayo. Al fondo, imponente, la Casa Rosada. Y a nuestro alrededor, también sobre
la hierba, hombres y mujeres leían libros y periódicos y comían con cierta
premura un bocadillo o una pieza de fruta. Algunos jóvenes, con el ímpetu
propio de su edad, hacían numerosas fotografías. Con los ojos cerrados durante
unos instantes, el clic de aquellas cámaras, era el único sonido que llegaba a
nuestros oídos. Poco a poco, como cada jueves desde hace tantos años, fueron
llegando aquellas mujeres. El pañuelo en sus cabezas, las pancartas en las
manos, los pasos lentos y algo torpes en algunos casos. Y el cansancio
acumulado en la mayoría de los rostros. No se trataba de ese cansancio que
aparece en nuestra cara tras una larga jornada de trabajo o de juerga. No, se
trataba de otra clase de cansancio: de ese que fija el tiempo en nuestros
rostros cuando las cosas no han ido demasiado bien en muchos años, cuando el
sufrimiento deja su huella en la piel en forma de gruesas arrugas y rasgos que
apenas conservan las líneas de un pasado más o menos esplendoroso, cuando a la
esperanza le queda un tris para perderse. Las Madres de la Plaza de Mayo.
Aquellas mujeres comenzaron a caminar, a dar vueltas alrededor de aquella
emblemática plaza. Y en la boca de nuestros estómagos, empezamos a sentir un
batiburrillo de nervios, de sensaciones, de emociones. Las huellas de un pasado
terrible que aún seguían allí. La voz de los humillados, de los desaparecidos:
ese eco lejano que venía hacia nosotros casi como si se tratara de una película
en la que sólo pudiese escucharse un sonido, ese sonido, todo el rato. Las
preguntas sin respuesta (o con una respuesta que se resiste a tener cabida en
el pensamiento), las explicaciones que no llegan. La dignidad de unos pasos
callados. La fortaleza de unas manos deformadas por las enfermedades que siguen
empuñando sin descanso y reclamando justicia. Todo eso sentimos, sí. En algún
rincón de la conciencia. En algún rincón. Bajo aquel tibio sol que ya
desaparecía. En un silencio que ninguno de los dos nos atrevíamos a romper. En
ese silencio que uno, con el tiempo, acierta a comprender.
No tengo palabras... Este es uno de los relatos más bonitos que para mi gusto has escrito, lleno de una sensibilidad muy bien plasmada. Gracias por escribirlo, Ovidio.
ResponderEliminarSiempre digo que el viaje de mi vida fue el que hice a ARGENTINA. Y con tus palabras he vuelto a revivir los momentos pasados en la Plaza de Mayo, sensaciones a flor de piel que vuelven a mí a través de tus palabras. Gracias.
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