Estoy sentado en un banco del parque San Francisco, leyendo. Acabo de encontrar en una librería de viejo, por cinco euros, esas tres novelas de Elena Ferrante que Lumen editó en un solo volumen hace tan sólo unos meses, "Crónicas del desamor". Dos de ellas -espléndidas- ya las había leído; la otra, permanecía inédita en nuestro país. Y no he podido resistirme. Una inesperada primavera se ha instalado momentáneamente en la ciudad. El sol consigue colarse por las ramas de los árboles, alcanzar mi rostro, relajarlo. Es una agradable sensación, sí, la de esta primavera adelantada. El invierno, aunque sea una estación que nos guste, siempre resulta demasiado largo y duro. Luego, cuando pase, lo echaremos de menos: no me cabe la menor duda. Siempre sucede lo mismo. Todos los ciclos son previsibles. Enfrente de mí, una chica joven, en silla de ruedas, intenta atrapar los rayos de sol que se cuelan por ese lado. Lleva un gorro de lana rojo, una bufanda y unos guantes a juego, que se quita de inmediato y que mete en la bolsa que lleva cruzándole el pecho. Saca de ella un libro y se pone a leer también. No distingo a ver el título del libro. No pretendo ser descarado, pero siempre tengo esa manía: cuando veo a alguien con un libro en las manos, no puedo evitar tratar de adivinar de qué libro se trata. Sigo leyendo. Pero ya no me concentro en las historias de Elena Ferrante, pese a lo magnífico de sus relatos, de su prosa sencilla y contundente. De repente, viene a mi cabeza Marion Cotillard, su última interpretación. La vi hace unos días. "De óxido y hueso". Una película que cuenta una historia tremenda. A los pocos minutos de empezar, en un absurdo accidente, el personaje que interpreta Marion pierde sus piernas, las dos, y resulta impresionante la manera en que la actriz cambia de registro, se transforma, incluso físicamente (su rostro dolorido parece el de otra mujer, el de otra actriz: la belleza de sus rasgos se transforma aquí en una dureza que asusta), para salir adelante. La soledad que la envuelve (cuando hay problemas -más aún de esta gravedad-, todo el mundo se larga, ya se sabe), la manera en que se aferra a la vida y al hombre que, casi de un modo casual, la acompaña en ese viaje terrible y fascinante. La supervivencia. Y el amor. Se trata de una de esas películas que te dejan noqueado, que te golpean fuertemente. El impacto de su accidente y el de su viaje posterior agarrándose a la vida es brutal. Toda perspectiva cambia de rumbo, se transforma. Lo que antes tenía importancia ahora deja de tenerla, y viceversa. La mujer está ahí, con ese problema, y su única tarea es salir adelante, sobrevivir. Día a día. Olvidándose de todo, centrándose en ese día a día, que es lo único que tiene. Marion hace una interpretación memorable. Y el hombre que la acompaña, Matthias Schoenaerts, también. La rudeza de su físico apabullante contrasta poderosamente con esa ternura que aflora en ocasiones y que ayuda al personaje de Marion a salir a flote. Hay varias escenas impresionantes. Destacaría dos: la primera vez que hacen el amor, cómo el hombre agarra el cuerpo de la mujer sin piernas para hacerlo; y esa otra en la que ella entra en el mar tras el accidente. Cómo él la ayuda con delicadeza para que su cuerpo se deslice por el agua y cómo ella, tras el baño, se agarra a la espalda del hombre para salir del mar. Dos momentos de una poesía inmensa. Ella, a la espalda del hombre, agarrando su cuello, saliendo del mar, cerrando un poco los ojos para protegerse del sol, como si no quisiera estar en ningún otro lado del mundo más que en ése, en esa playa, saliendo del mar, aferrada a esa espalda. Como los cerramos esa chica joven que está enfrente de mí y yo, cuando el sol atraviesa con furia los árboles y se acerca demasiado a nuestros ojos. Perdidos en nuestras historias, en nuestros pensamientos, dejando pasar la mañana.
Por muchas razones que tú imaginarás muy bien, me parece un relato además de estremecedor, de una belleza tan delicada que me has hecho llorar.
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