Ahí están, en los escaparates de algunas fruterías, rojas, grandes, hermosas, cuando enero aún no ha llegado a su fin, el frío sigue instalado en nuestros huesos y la nieve amenazando al otro lado de los cristales de las ventanas. Ahí están, a un precio imposible, claro, como recuerdan los carteles que están colocados sobre las cajas de manera más o menos discreta. Ah, los precios. No importa demasiado en este caso. Es más importante verlas que comerlas, las primeras fresas. El sabor aún podemos recordarlo. Del año pasado y del anterior y del otro. Pero sobre todo, de hace muchos años. El sabor de las primeras fresas que tomamos. Hundir los dientes en aquella carne roja, fresca, sabrosa, un punto ácida, sólo un punto, y deleitarse durante un buen rato en ese sabor único, casi indescriptible. Aquellas fresas que el abuelo Tomás te compraba en el mercado de Mieres, que los sábados, cuando ibas a ver a los abuelos, siempre había mercado. Aquellos paseos por los alrededores del mercado, por el parque, por las calles que nos llevaban a aquella casa de ladrillos rojos, frente al pozo minero, donde hoy ya no viven ni los fantasmas, ni siquiera ellos. Las mismas fresas que estas fresas que ahora, esta misma mañana, están en los escaparates de algunas fruterías, sólo de algunas. Quizá aquellas, las de entonces, tenían otro sabor. Sí, indiscutiblemente, lo tenían. Los que ya vais cumpliendo, como yo, algunos años, sabréis de lo que estoy hablando. Aquel sabor, ya irrecuperable. Irrecuperable pero imborrable. Como algunos recuerdos felices, como algunas heridas lejanas. O no tan lejanas. Todo se pierde hoy un poco en la memoria. La fuerza de esa visión, la de las primeras fresas de la temporada, el invierno aún en su plenitud, ha podido con todo. El esplendor de primaveras pasadas, la incertidumbre de las primaveras que están por venir, ya casi a la vuelta de la esquina, aunque el invierno se resista a desfallecer, el frío en los huesos, la nieve que acecha, etc. A todo nos vamos acostumbrando. Eso dicen los más viejos del lugar. A todo te acostumbras, repiten. Qué remedio. Resistir o morir. El que resiste gana. Y todo eso. No te preocupes que nadie te preguntará si vives o si ya te has muerto. No, no te preocupes. Bastante tiene cada uno con su propia batalla en estos tiempos. En cualquier tiempo. Mañana en la batalla piensa en mí, no te olvides de hacerlo. Palabras de otros tiempos. Palabras de tiempos que pueden estar por llegar. Hoy, esta misma mañana, el tiempo se ha detenido, y yo con él, ante ese escaparate, el de una frutería alejada de mi casa, al otro lado de la ciudad, contemplando esas primeras fresas como si fuesen una joya preciada o una obra de arte de altísima calidad. El tiempo se ha detenido, sí, y al detenerse, aún no sé muy bien cómo, las agujas del reloj, del mío, de todos los relojes, no han hecho más que avanzar, avanzar, avanzar, sin que ni yo mismo, atrapado en la memoria, atrapado, me haya podido dar cuenta.
Ayer, a pesar de su precio desorbitado, me compré fresas (no muchas). Deliciosas.
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