Estos días, cosas de este largo invierno, Francesca anda un poco deprimida. Se mueve con desgana de un lado a otro de la casa, buscando un sitio donde instalarse y no molestar ni ser molestada. Estornuda de vez en cuando y no tiene la mirada de siempre. Está como triste, apagada, con pocas ganas de juegos, carantoñas ni algarabías. Viene, como siempre, a mi regazo cuando estoy leyendo, pero no lo hace con la alegría y la euforia habituales, ni siquiera maúlla con ese maullido suyo tan característico con el que suele reclamar constantemente juegos, caricias, mimos, jaleo. Se instala sobre la manta que cubre mis piernas, se enrosca, cierra los ojos y se queda adormilada. Ni siquiera intenta mordisquear el cordón de los auriculares, el marcapáginas o una de las esquinas del libro, como tanto le gusta hacer. Cuando Íñigo, desde el sofá de al lado, le pasa la mano por el lomo o le hace cosquillas en el cuello, levanta la cabeza, intenta hacer un gesto de agradecimiento y se vuelve a enroscar, a encerrar sobre sí misma. Tampoco sale a la puerta, como suele hacer, cuando regresamos de la calle, con unos maullidos que, en este caso, son de protesta por el largo tiempo (a ella, media hora ya le parece un tiempo desmedido, exageradísimo) que hemos pasado fuera. Estos días, al regresar de la calle, solemos encontrarla encima de la cama, entre las dos almohadas, buscando calor y refugio. Soledad. Esa palabra que tan poco la define. Porque Francesca, que es muchas cosas, no es una gata a la que le guste demasiado la soledad. Más bien nada. Cuando nos fuimos quince días de viaje por América -¡qué tiempos!- mi hermana, que se instaló en esta casa, nos contó que permaneció toda una semana al lado de la puerta, apenas sin beber ni probar bocado. Mi hermana estaba convencida de que no iba a sobrevivir, de que nos la encontraríamos muerta. Pero no nos dijo nada hasta nuestro regreso, cuando ya había recuperado un poco el apetito y las ganas de vivir. La otra noche, cuando volvimos de cenar de casa de unas amigas (por cierto, Nosti, te has superado con los aperitivos y con los detalles), ni siquiera nos miró a la cara, enfurruñada, torciendo el gesto cada vez que le decíamos algo. Así están las cosas.
Francesca anda de capa caída: es un hecho. Quizá su actitud sólo esté reflejando lo que ve estos días a su alrededor. Las noticias de la tele, la radio y los periódicos. Todo ese runrún y esa falta de vergüenza. También lo que ve en esta propia casa. ¿Hacer las maletas e irnos a otro apartamento un poco más barato, donde la ciudad ya casi pierde su nombre, o quedarse aquí? Expectativas de trabajo que no terminan de cuajar... Ese eterno sí, pero no... En fin, todo eso. Los dilemas de siempre en estos tiempos tan tremendos (para algunos, insisto). Yo creo que Francesa, estos días, percibe todas esas cosas, sin entender del todo lo que le ocurre. A ella y al resto del mundo. Y lo expresa a su modo, encerrándose en sí misma, alejándose un poco. Ese modo tan poco suyo que está descubriendo cuando las cosas se tambalean y ya no son como eran antes. Supongo que en unos días se le pasará. Se acostumbrará, como todos, a las noticias de esos personajes que no tienen el más mínimo sentido del decoro y a las circunstancias que rodean su propia estabilidad. Cosas de este largo invierno. Del hecho mismo de estar en este mundo. Sobreviviendo. Qué remedio.
A veces "la salida" es encerrarse en sí mismo, porque al menos uno no se traiciona fácilmente.
ResponderEliminarMe gusta Francesca. Le he cogido cariño. Me la puedo imaginar a la perfección, aunque echo en falta un gran detalle. Desconozco el color de su pelo. Me la imagino en tonos grises, pero seguro que ando alejada de la realidad. Un saludo y una caricia en el lomo, de mi parte, para Francesca.
ResponderEliminarPD: en contraste a tu invierno, en Málaga llevamos varios días con 20 grados. Quizá os debáis mudar al sur.