Ya he hablado de ello en otras ocasiones. El amor que se profesaban mis abuelos maternos. La manera en la que, en los últimos años de su vida, el abuelo cuidaba a la abuela, enferma del corazón. Cómo la mimaba, cómo la llenaba de atenciones. Cómo le compraba su fruta favorita, cómo la ayudaba en aquellos cortos pasos que ella podía dar. He vuelto a pensar en ello viendo "Amor", la última película de Michael Haneke. En la historia de esos dos ancianos que, de pronto, ven cómo su apacible vida se destruye por culpa de una devastadora enfermedad, quizá la más devastadora de todas, la que te va paralizando el cuerpo mientras sigues siendo consciente de ello. Todo cambia a partir de ahí. Es inevitable. El hombre asiste impotente a la devastación de su mujer. La mima, la ciuda, pero el dolor lo ha transformado todo. En nombre del amor que se profesan, continúa a su lado, haciendo lo posible y lo imposible por ella. La hija, la única que tiene, va y viene, a su aire, con su vida, con su familia, con su profesión, con sus problemas. El padre dice que es mejor así, que los deje entre aquellas cuatro paredes, su casa, llenas de libros y de discos y de recuerdos compartidos. El escenario, la casa, que en otros tiempos fue un lugar idílico para cualquier amante de la cultura, se vuelve casi claustrofóbico para el espectador. La enfermedad avanza pero aún parece que queda un largo trecho hasta el desenlace final. Entre aquellas cuatro paredes está lo más terrible: la enfermedad. Puede palparse, puede olerse. La impotencia que se siente cuando hace su aparición. Cuando se manifiesta en toda su crueldad, con toda su sanguinaria fuerza. Cuando lo hace sin miramientos, sin compasión. No hay solución para ella, todo lo contrario. La cosa irá avanzando hasta que el corazón quiera detenerse definitivamente. El hombre siente rabia y dolor por todo ello. Y se desespera. Y nosotros somos testigos de lo que ocurre, encerrados ahí, en ese claustrofóbico escenario, esperando el desenlace. Podemos oler los medicamentos, sentir la desesperación de los dos protagonistas (Jean-Luis Trintignant y Emmanuelle Riva están más allá de todo elogio: la desnudez de sus miradas enturbia toda la calma y desarma al más fuerte), la angustia que se respira en el ambiente, el olor de las flores que el hombre acaba de comprar y cuyo destino ya conocemos porque lo hemos visto fugazmente en una de las primeras secuencias de la película, el alivio que hace su aparición cuando la ventana se abre y una ligera brisa remueve todo ese aire concentrado, enrarecido. Casi tan retorcido como la propia enfermedad. Como ese destino que aguardaba a esta mujer que amaba la música y que ni siquiera en ella, en la música, encuentra ahora consuelo. La música que aparece en la película, pese a ser la profesión de ambos protagonistas, es más bien escasa. Lo que predomina es el silencio. Un silencio doloroso que acrecienta la agonía. Un silencio que lo envuelve todo, que abarca este poema de amor y muerte de principio a fin, incluso hasta en los títulos de crédito está presente. Y su presencia, la del silencio, es lo que hace aún más terribles las reflexiones -las preguntas, los miedos- que surgen después y que más que conmover, desgarran.
Nada como el amor cuando este se convierte en terapia para el corazón.
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