La música que entra por la ventana abierta, alrededor de la una de la tarde, procede de uno de los apartamentos de la casa de enfrente. La música es triste, francesa, aunque no conozco a su intérprete. Ellas, las vecinas, están siempre en casa, siempre con las ventanas abiertas, sin visillos. Limpian, hablan (en un tono muy alto, en una lengua extranjera), comen, leen o miran la televisión. Son varias mujeres. A veces, aparece un hombre muy delgado, que se pasea por la casa en calzoncillos y también habla en una lengua extranjera y con el que parecen tener bastante confianza. Hablan mucho por teléfono. El teléfono suena constantemente en su casa, a cualquier hora, incluso a las que se suponen más intempestivas, y responden en voz alta, muy alta, en esa lengua extranjera que desconozco. Nadie sabe lo que dicen. Hablan, pero nadie las entiende. Sólo los que están al otro lado del teléfono, imagino. Familiares o amigos, o qué sé yo. La música que ahora está sonando y que entra por mi ventana abierta es triste, francesa, ya lo he dicho. No reconozco a su intérprete. Su voz -femenina- no me recuerda a ninguna otra voz conocida. A la voz de ninguna intérprete famosa, quiero decir. Pero, de repente, esa voz que canta y que entra por la casa y que asusta un poco a Francesca (que las observa, instalada en la parte de arriba de este orejero desde el que escribo, siempre con cara de sorpresa y cierta inquietud), me recuerda a la voz de una muchacha que cantaba en una terraza de París, cerca del Sena. Sí, es la misma voz. O muy parecida. Una voz triste, francesa, melancólica. Como si le estuviese cantando a un amor perdido o a un amor imposible. Los franceses son expertos en eso, el amor. El amor imposible, el amor que se ha perdido. Lo que, nos pongamos como nos pongamos, no puede ser. Recuerdo bien aquella noche, en París, después de la cena, a orillas del Sena. Estábamos en aquella terraza y a nuestro lado, una chica joven y un hombre maduro se miraban embelesados mientras escuchaban la voz de aquella cantante. El hombre, con voz rota y un cigarrillo constantemente encendido entre los dedos, le decía cosas al oído a la chica. Y ella sonreía y se tapaba la boca con una mano, como si en cierta medida se ruborizara de aquellas palabras que el hombre -¿su novio, su amante?- le decía. Cosas que no entendíamos, pero que se podían escuchar por el tono de la voz. Estaban un poco borrachos. Bebían constantemente champán y parecían felices. No era difícil averiguar cómo terminaría la noche para ellos en la habitación de un hotel o en la de un apartamento. Parecían ajenos a todo, a todos, incluso a la muchacha que cantaba. A aquella música que hoy me recuerda a esta música que entra por la ventana, en este mediodía con un sol ya cansado que nada tiene que ver con el sol de días atrás. Un sol de otoño que es como el de todos los otoños, aunque el propio otoño que en breve nos ocupará no sea el mismo. Un otoño cargado de incertidumbres. En la televisión, sin voz, miles de personas se manifiestan contra los salvajes recortes que estamos padeciendo. Ahí está la incertidumbre, lo que nos aguarda. Apago la televisión. Hoy no quiero -no puedo- saber nada de todo eso. Dejo que la música de las vecinas de enfrente inunde el silencio de esta casa y la imaginación me sitúe de nuevo en aquella terraza de París, a orillas del Sena, como si el tiempo se hubiese detenido. Y después ya no pienso en nada más.
La grandeza que tiene la música, es hacer que la memoria viaje.
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo con el comentario de Mayte, creo que la música, y en mi caso también los aromas, son capaces de hacer que mi memoria viaje, al igual que la tuya hoy.
ResponderEliminarImpecable, evocador, maravillosamente estructurado... ¡me ha encantado!
ResponderEliminarLa música, los aromas y, yo añadiría, los sabores
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