miércoles, 19 de septiembre de 2012

Al hilo de los días

Me levanto despacio, sin hacer ruido para no molestar a quien duerme a mi lado. Antes de encender la luz de la cocina, veo que otra luz, la de la casa de enfrente, está encendida. Hilos de luz que se filtran por las rendijas de la persiana sin cerrar del todo. Supongo que ellos, los vecinos, se habrán olvidado esa luz encendida. Otras veces también ocurrió así. Se olvidan. No sé con certeza si vive alguien ahí, en ese apartamento que está enfrente del nuestro, en el mismo edificio. A veces entra y sale gente, se asoman a la ventana que está enfrente de la nuestra, mientras estoy cocinando, pero no sabemos nada más. Nada que ver con el bullicio de las vecinas del edificio de enfrente, ya comentado aquí la semana pasada. Francesca ronronea entre mis piernas, con ganas de jugar o de que la acaricie, aún con cara de sueño. Parece que estuviese en su cesto esperando que alguien se levantase y le hiciese un poco de caso. Le cambio el agua y le pongo un poco de comida. No le interesan demasiado esos cambios. No le interesa demasiado la comida. Acaso un poco el agua fresca. Se sienta en el suelo, justo al lado de mis pies, observa con atención la cafetera, siempre le llama poderosamente la atención el sonido del café cuando sube. Los sonidos son algo inexplicable para ella. Cuando hablamos por teléfono, por ejemplo, se pone muy acelerada al comprobar que sale una voz de aquel aparato. Cuando mi voz sale por la radio, como el otro día en el programa de Isabel Gemio, se queda muy quieta, escuchándome, reconociendo mi voz, como si realmente entendiese lo que estoy diciendo. Ahora, con el café servido, viene detrás de mí. En la quietud de la noche, sólo se oyen sus pasos suaves sobre la madera, el leve ronroneo. Sabe que me instalaré en la silla, delante del ordenador, y ella querrá subirse a mis piernas durante un buen rato. Y así lo hacemos: yo me siento y ella se instala, como si quisiera repasar conmigo las últimas líneas que he escrito. Podría hablar de muchas cosas, pienso: de la dimisión de Esperanza Aguirre o de la muerte de Carrillo. O de la falta de respeto que por las redes sociales y diferentes foros de Internet lanzan contra una y otro. Esa falta de respeto, te guste o no el personaje en cuestión, es algo que me indigna. Como me indignaron el otro día los insultos contra la concejala que se grabó masturbándose. No se puede alcanzar ningún grado de civismo -esencial para la convivencia- actuando así. También podría hablar de las fotos en topless de la princesa británica, pero tampoco me apetece. Creo que lo que se va quedando obsoleto es la propia esencia de las monarquías. Por no hablar de ese estado de alarma casi generalizado que -aún- supone ver a una famosa con las tetas al aire. Me recuerda a mis años adolescentes en el colegio, cuando algún repetidor solía venir a clase con una revista porno. Oh, tetas, tetas, vociferaban algunos -la mayoría- como cavernícolas. La sensación actual, en algunos casos, suele ser la misma. Sí, unas tetas. Bien, ¿y qué pasa? Todo el mundo parece olvidar que lo inconveniente no es ver unos pechos desnudos sino que esa chica, por el puesto que ocupa, debería de andarse con ojo, si lo que pretende es mantener su puesto y el de su familia, que es, como digo, lo que se va quedando ya bastante anticuado e innecesario en estos tiempos que corren. No era de todo esto de lo que quería hablar, sino de lo mayores que nos vamos haciendo (y no lo digo porque dentro de unos días sea mi cumpleaños). El otro día, poco después de publicar aquel texto en el que hablaba de la enfermedad de mi madre y de los paseos de los miércoles, me enteré de la muerte de la madre de unos buenos amigos. Y eso, esa muerte, me hizo pensar en lo vertiginoso del tiempo, en la velocidad a la que pasan los días, las semanas, los años. Nunca somos tan conscientes de ello hasta que pasa algo así. Hechos que sólo sirven para reflejar lo efímero de todo esto, el sinsentido de algunas cuestiones en las que parece que se nos va la vida. El poco tiempo en el que nos paramos y pensamos. Y disfrutamos de lo esencial. El abrir los ojos y descubrir que nos podemos mover, el sabor del primer café del día, el ronroneo de una gata mimosa, la respiración de quien duerme a nuestro lado, la cantidad de cosas que se pueden inventar al descubrir la luz de una vivienda encendida a las tres de la madrugada... Por citar sólo algunos ejemplos. Todas esos pensamientos y sensaciones que nos alejan de los otros, del vértigo de vivir y de la muerte, y de los que tan poco -me temo- sabemos disfrutar.

3 comentarios:

  1. Esta mañana mi tiempo se paró en la imagen de un octogenario que envuelto en la bandera republicana, lloraba sentado en el encintado de la entrada a la sede de CCOO en Madrid.

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  2. No me canso de leerte Ovidio. En realidad soy un lector empedernido. Pero no leo de todo. Y estoy enganchado a tu blog que sigo recibiendo por correo electrónico y facebook.
    Gracias por compartir todos estos pensamientos conmigo.
    Abrazos desde Las Palmas,
    Carlos Siarl

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