Aún es temprano. De hecho, ni siquiera ha amanecido. Salgo de mi casa en dirección a la casa de mis padres. Es miércoles, el día que mi madre tiene que ir al ambulatorio a ponerse su inyección semanal. Como casi todos los miércoles, suelo desayunar con ella, dar un paseo y acompañarla hasta el centro de salud. Hoy es la primera vez desde hace meses que, a esa hora, sobre las ocho de la mañana, ya hace bastante frío. Habrá que ir pensando en retirar los pantalones cortos, en sacar del armario las chaquetas y las gorras del otoño pasado y los zapatos más fuertes. Me encuentro con gente medio dormida que se dirige a sus trabajos, a sus quehaceres. Quizá gente que regresa de su trabajo nocturno, directa a la cama o a otro trabajo, quién sabe. Son caras, en todo caso, de pocos amigos. Normal. A esas horas, el único que parece querer comerse el mundo soy yo. Llevo ya un buen rato en pie. Escribiendo y cocinando. Las voces de una nueva novela se están apoderando con fuerza de mí. Es una cosa extraña, el sonido de esas voces. Se presenta y ya está. Se presenta y quiere ser escuchado. Cada día, escucho esas voces, les doy forma, lugar en el espacio en blanco. No siempre se deslizan con la misma facilidad. A veces es mejor levantarse, dejar el ordenador de lado, salir a dar un paseo o meterse en la cocina. Como esta misma mañana. Preparar la comida. Albóndigas de pescado, las favoritas de mi madre. Relleno un tupper (miedo da hasta escribir esta palabra en estos días, ay) para mis padres, porque ella, mi madre, no se encuentra muy bien y cuando eso pasa lo primero por lo que siente una absoluta desgana es por cocinar. Los cambios de tiempo afectan a su enfermedad. Los cambios de tiempo o cualquier otra cosa. La enfermedad está ahí, y ya sabemos que irá y vendrá a su antojo, cuando le venga en gana. Siempre cruzamos los dedos para que tarde en aparecer. Éstos son unos de esos días. La recojo en casa, dejo el tupper en la nevera y salimos a tomar un café en un bar cercano. Veo a mi madre ahí sentada, cerca del enorme ventanal, y no puedo evitar pensar en todos los momentos que hemos pasado charlando en los cafés. A mi madre le gusta arreglarse, salir de casa, sentarse en los cafés, tomar un descafeinado o una infusión (o un mosto, si es la hora del vermú), hablar con nosotros. Desde que estoy al paro, desayuno con ella casi todos los miércoles. Nos gusta el ambiente de ese café a esas horas. Gente que va con prisa, que apura rápidamente su café y su pincho o su tostada, que hojea velozmente el periódico (si está libre, que casi nunca lo está). O gente que no tiene ninguna prisa, que busca -ya a esas horas- conversación con el de la mesa de al lado, con la camarera, con quien sea. Mucha gente que está sola, ya lo sabemos. Terminamos el café y, aunque ella se resiste, la obligo a dar un paseo antes de acercarnos al ambulatorio. No le gusta caminar en los días en que la enfermedad se presenta. Pero tiene que hacerlo. Vamos caminando lentamente (ella no puede hacerlo de otro modo), recorriendo esas calles que son el paisaje de mi infancia, de mi juventud. Ahora, con la crisis y la falta de dinero por todas las esquinas, mucho más tristes. Le duelen las piernas, pero yo trato de inventar alguna historia que la entretenga. Le recuerdo que el miércoles vamos al teatro, los tres. Le cuento que ya hay muchas personas con ganas de leer la novela que se publicará en las próximas semanas, que ya estoy escribiendo otra: una novela llena de voces y personajes. A mi madre le gusta que le hable de lo que estoy escribiendo. Le gusta recordar los tiempos en los que vivía en casa y me pasaba las horas escribiendo. A veces, entraba en la habitación y me preguntaba si nos tomábamos un té o un café y charlábamos un rato. Vale, le decía. Y así lo hacíamos. Hablábamos de todo, de cualquier cosa. Con mi madre puedes hablar de cualquier cosa. No hay temas tabú. Como esta mañana, acercándonos ya al ambulatorio. Le digo que hoy subiré con ella a poner la inyección y que luego la acompañaré a casa. Sonríe. Quiero disfrutar de ella, de mi madre, todo lo que pueda. Quiero tener todos esos recuerdos en mi memoria. Cada día, cada hora.
Tremenda tu capacidad de emocionarme cuando hablas de los tuyos. Sin comentarios. Disfruta de tu madre todo lo que puedas y más. Yo soy de las que espero ansiosa leer esa novela tuya y todas las que vengan
ResponderEliminarHas conseguido emicionarme muchas veces, pero esta, especialmente. Yo también tengo una madre enferma con la que cada tarde, comparto unas horas de charla. Le gusta hablarme de la Guerra, de lo mal que lo pasaron, de sus hermanos recluidos en el Campo de Concentración, de los trabajos que ella y mis tías tuvieron que realizar para sobrevivir, y de los novios que ha tenido, porque ha tenido bastantes. Y así, cada tarde, a la misma hora, ella se siente importante porque hay alguien que la escucha, y yo me siento (como tú), orgullosa de la madre que tengo. Gracias por escribirlo.
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