Mis muertos, que afortunadamente todavía no son muchos, me acompañan cada día, cada noche. En lo alto de la colina, en la playa, en las habitaciones de hotel, en el cine y los teatros. A la hora de escribir, de enfrentarme al insomnio, de volver a las calles que recorrí junto a ellos, a los bares donde compartimos vino y opinión. Con nieve o con sol. En realidad, aunque pudiese parecerlo, no es algo extraño. La edad contribuye aún más a ello. Una imagen es un recuerdo, y todo ello forma parte del hombre de cincuenta y un años que soy a día de hoy. Una imagen, un recuerdo. Y entonces comparto esa imagen y ese recuerdo con las personas que están a mi lado, y encontramos la risa o el alivio evocando a quienes nos acompañaron durante un tiempo a lo largo del camino. O no comparto ni la imagen ni el recuerdo, y me quedo ensimismado unos instantes, guardando la serenidad como una especie de tesoro. Un secreto del que siguen tirando hilos invisibles mientras la página se llena de palabras, la noche se agota lentamente y la mañana se despeja con sus renovadas incógnitas.
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