Después de aliarte con el insomnio viendo 'El crack dos' y pensar que Alfredo Landa era un actor inmenso (y qué decir de José Bódalo) y que la película sigue siendo extraordinaria, sales a la calle. Toca llevar comida a tus padres y volver al supermercado. Hace calor. Vas demasiado abrigado. No importa. Esa intensa luz y ese calor pueden, de repente, con todo lo demás. Caminas despacio porque sabes que cada paso es importante y porque también sabes que el recuerdo de ese trayecto te ayudará cuando los ánimos flojeen, que hay días que flojean más de lo debido. La mañana es una fiesta. Y no hacen falta músicas, voces, copas. Lo que habitualmente era algo común y corriente, se convierte ahora en algo extraordinario. Ese sol, ese calor, esa luz. Sentirlo todo en la piel, en el cuerpo que va demasiado abrigado. Empiezas a ver a gente que regresa del supermercado al que te diriges con el carro lleno de comida. Se oyen murmullos, el ladrido de un perro con cara de pocos amigos, el cagamento de una mujer a la que se le ha caído una botella de suavizante al suelo. No importa. La mañana es una fiesta que nadie te va a arrebatar. No estás ahí. Estás en un lugar lejano, seguro, donde todo es ligero, donde -sin necesidad de paraísos artificiales- tienes la sensación de estar flotando y de que nada importa demasiado. Como aquella mañana (recuerdas) en la que, por primera vez, atravesaste el puente de Brooklyn. La misma fiesta. El mismo calor. La misma sensación de libertad. Todo lo demás, carece de sentido.
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