La vida es tan jodida en estos y en otros momentos que sólo tres cosas logran salvarte de la quema. Los ojos de la persona que amas, la voz de tu madre y la belleza, que, como es lógico, puede manifestarse de diferentes maneras. Un paisaje, un cuadro, un poema, una fotografía, una canción, un rostro... Los rostros de muchos hombres y de muchas mujeres. El rostro de Michelle Pfeiffer, que hoy está de cumpleaños. Observas ese rostro, observas su talento, y lo jodido de la vida queda aparcado durante un buen rato tres calles más abajo. No te digo nada si observas todo eso durante las dos horas que dura la película. Se apagan las luces y te dejas llevar. La belleza y el talento, que es otra forma de belleza. Todo queda detenido ahí. Vuelves a salvarte de la quema. Y luego, si quieren, que vengan a por nosotros. Cuánto de echamos de menos, Michelle.
miércoles, 29 de abril de 2020
lunes, 27 de abril de 2020
Pan
Hace algunas semanas, poco antes de que empezara todo esto, abrieron una nueva panadería en el barrio. No tiene mala pinta, dijimos el día que la descubrimos, contemplando desde el escaparate las barras de pan, los pasteles, las magdalenas, etcétera. Como somos personas de gustos fijos, seguimos yendo a nuestra panadería habitual, la más frecuentada de la zona. Aunque compro pan para varios días, llega un momento en que las existencias se agotan. Así que ayer, a primera hora, tuve que salir a buscar provisiones. Algunos niños, con unas mascarillas que les tapaban casi toda la cara (cosa que me dio un poco de pena, pese a esa cierta normalidad que su presencia provoca en las calles), paseaban muy formales de la mano de sus madres, como yo mismo hacía cuando era pequeño con la mía o hasta hace mes y medio, mi madre entonces apoyada en mi brazo. La cola de la panadería que habitualmente frecuentamos daba la vuelta a la esquina y llegaba hasta la calle de abajo. La otra, la nueva, situada casi al lado, tenía una cola formada por dos personas. Pensé que era el día apropiado para probar ese pan. Esperé y no saqué de la bolsa ese pequeño paraguas que compramos en Berlín una tarde que nos pilló la tormenta: dejé que la fina lluvia que empezaba a caer me refrescase la cara. A escasos metros, un padre y un niño, situados tras la verja, rezaban a la Virgen que la gente de la parroquia sacó hace unos días a la puerta de la iglesia. Compré mis barras de pan, no cedí a la tentación de los pasteles, y encaminé mis pasos hacia casa. Me encontré con más niños y más madres. Y de repente, sintiendo aquella fina lluvia en el rostro y percibiendo el olor de aquel pan recién hecho, el tiempo se disolvió en el tiempo y una de aquellas madres era mi madre y uno de aquellos niños era yo. Los vi claramente. Lejos de aquel paisaje de nubarrones y banderas en las ventanas con crespones negros en el centro. Dos figuras casi diminutas y la vida por delante. Sonreían y llevaban el pan en una bolsa de tela. Eso también pude verlo antes de entrar en el portal.
viernes, 24 de abril de 2020
Diez años después
El mundo, como entonces, parece que vuelve a derrumbarse y nosotros, confinados, celebramos hoy diez años de casados. Vendrán tiempos mejores y este encierro y todo lo que lleva consigo (miedo, incertidumbre, ansiedad...) será un mal recuerdo. O eso espero. La vida es injusta, absurda, maravillosa, imprevisible. La vida es un mapa de decisiones y posicionamientos. La vida es la mañana que te hice esta fotografía, y todas las mañanas anteriores y posteriores cuyo recuerdo regresa a menudo estos días. La vida es furia y silencio. La vida es hoy. Es ahora. Es mi mano escribiendo esto. Son tus pasos acercándose.
jueves, 23 de abril de 2020
Día del Libro
No estoy aquí, en esta casa, confinado. Estoy ahí, en la Cuesta de Moyano, como siempre que vamos a Madrid. Hace calor, es primavera, son las doce de la mañana, acabamos de ver una exposición magnífica en el Reina Sofía. Quito las gafas de sol y pongo las otras. Voy de una librería a otra, de una mesa a otra, cojo un libro y otro, leo las primeras líneas, miro el precio. No busco ningún título en concreto, me dejo llevar, quiero que el hallazgo me sorprenda. Y me sorprende, claro. Continúo el periplo, los dedos ya están cubiertos de polvo, el tiempo se ha detenido. Oigo el murmullo de una conversación cercana, no presto atención, voy a lo mío. Ya he comprado tres libros, avanzo, me hago un hueco entre varias personas que se arremolinan en torno a una mesa, el sol hace aún más agradable esta búsqueda. Compro otro libro, el último, me digo, que luego hay que ir a las otras librerías. Soy un tipo afortunado, y lo sé. Ahora mismo, aunque pudiese hacerlo, no cambiaría este lugar por ningún otro lugar del mundo. Me quedo aquí, sintiendo el sol y el olor de los libros, un rato más. Nunca se sabe cuándo podremos volver por aquí. Sé que cualquier noche, insomne, recordaré estos momentos: la búsqueda, la emoción, el hallazgo. Cualquier noche es esta noche, camino ya de la madrugada, tan lejos y tan cerca. Camino ya de un nuevo 23 de abril. Quizá el más raro que hayamos vivido hasta la fecha. No importa, no estoy aquí, estoy allí. Feliz Día del Libro.
martes, 21 de abril de 2020
Paseos con Gena
Lo más gracioso que os puedo contar, que en realidad es mucho más gracioso si lo ves que si lo cuentas, es que en mis numerosas caminatas por el pasillo (mientras hablo por teléfono, maldigo al dichoso virus, cuento los días cual preso de Alcatraz, recito textos que me gustan o la lista de la compra, que también hay que ejercitar la memoria), que es largo y tiene forma de L, hace días que me acompaña Gena, que es más perra que gata desde el primer momento. Si voy lento porque el estado de ánimo no da para más, ella va lenta. Si avanzo rápidamente, hace lo mismo. Si me detengo, se detiene y me mira como diciendo "venga, que perdemos el paso". Si la que se cansa es ella, pone la cabeza encima de mis pies y soy yo el que anima el cotarro, "anda, una vuelta más, que no se diga", y se incorpora y termina de dar la vuelta conmigo sin rechistar.
Luego, a modo de recompensa, le pongo un poco de comida húmeda, que la vuelve loca y que viene a ser como la copa de Rioja para nosotros.
Y después, cada uno a lo suyo.
viernes, 17 de abril de 2020
Bizcocho
Tardes lejanas e invernales, en la casa de mis padres, haciendo rosquillas o bizcochos, muchos años atrás. Tardes en las que el miedo era algo abstracto. No existía, simplemente. Mis padres eran tan jóvenes como nosotros, sus hijos, éramos inocentes. Cocinar era una distracción, una aventura, un juego. Tratar de que todas las rosquillas tuviesen el mismo tamaño, ligar de la mejor manera posible la masa del bizcocho. Y luego terminar con el cometido, y esperar a que enfriara para merendarlo.
Mi hermana se cansó pronto de aquel juego, no era lo suyo. Yo continúo con la aventura. Y ahora, esa aventura, se ha convertido en una de las escapatorias más destacadas de este encierro, quién nos los iba a decir.
Ayer, mientras esperaba que el bizcocho terminase de dorarse en el horno y un olor a pastelería se extendía por toda la casa, recordé todo aquello. Incluso, por unos momentos, conseguí que el miedo fuese algo abstracto. Que no existiera.
Como si el tiempo, brevemente, se hubiese detenido.
martes, 14 de abril de 2020
La mañana es una fiesta
Después de aliarte con el insomnio viendo 'El crack dos' y pensar que Alfredo Landa era un actor inmenso (y qué decir de José Bódalo) y que la película sigue siendo extraordinaria, sales a la calle. Toca llevar comida a tus padres y volver al supermercado. Hace calor. Vas demasiado abrigado. No importa. Esa intensa luz y ese calor pueden, de repente, con todo lo demás. Caminas despacio porque sabes que cada paso es importante y porque también sabes que el recuerdo de ese trayecto te ayudará cuando los ánimos flojeen, que hay días que flojean más de lo debido. La mañana es una fiesta. Y no hacen falta músicas, voces, copas. Lo que habitualmente era algo común y corriente, se convierte ahora en algo extraordinario. Ese sol, ese calor, esa luz. Sentirlo todo en la piel, en el cuerpo que va demasiado abrigado. Empiezas a ver a gente que regresa del supermercado al que te diriges con el carro lleno de comida. Se oyen murmullos, el ladrido de un perro con cara de pocos amigos, el cagamento de una mujer a la que se le ha caído una botella de suavizante al suelo. No importa. La mañana es una fiesta que nadie te va a arrebatar. No estás ahí. Estás en un lugar lejano, seguro, donde todo es ligero, donde -sin necesidad de paraísos artificiales- tienes la sensación de estar flotando y de que nada importa demasiado. Como aquella mañana (recuerdas) en la que, por primera vez, atravesaste el puente de Brooklyn. La misma fiesta. El mismo calor. La misma sensación de libertad. Todo lo demás, carece de sentido.
viernes, 10 de abril de 2020
Dos años sin Francesca
Estás en la cama, despierto, sintiendo cómo alguna vecina maldice la lluvia que le ha empapado la ropa que tenía tendida, y recuerdas que hoy hace dos años que el veterinario le puso la inyección a Francesca. Lo escribí en su momento: una gata no es una hija, eso está claro, pero su ausencia también deja huellas. Y recuerdos que siguen presentes.
Colores
El dolor, por el motivo que sea, es un sentimiento muy profundo y no entiende de colores. Puedes llevar un traje más estridente que los vestidos de Ágatha Ruiz de la Prada y estar -por el motivo que sea, insisto- completamente roto por dentro. Y también puedes ir de negro de cabeza a los pies como Bernarda Alba y ser más cuerva que ella.
El dolor no entiende de colores, géneros ni ideologías. Que cada cual exprese su dolor como quiera. O como pueda. Lejos de gilipolleces y lo más cerca posible de la sensatez, si puede ser.
martes, 7 de abril de 2020
Musicales
Me gustan los musicales. No todos. No todo el tiempo. 'Cabaret', del gran Bob Fosse, es mi favorito. Por varias razones. Sobre todo, por la manera tan inteligente que tiene de introducir temas muy importantes en la trama, entre canción y canción. Pienso en ellos, en los musicales, mientras espero con mi carro de la compra para entrar en el supermercado. El guarda jurado me da unos guantes, que pongo encima de los otros, y me dice que pase. Si estuviésemos en un musical, puede que lo dijera cantando. Puede que estemos en un musical. Entro en el supermercado y me doy cuenta de que, evidentemente, estamos en un musical. Unas personas, con sus guantes y mascarillas, bailan bien, incluso muy bien. Otras, con el mismo atuendo, lo hacemos con la deliciosa torpeza de Catherine Deneuve en 'Bailar en la oscuridad'. No reconozco la música que suena, pero me resulta familiar. Los pies se mueven ligeros. La coreografía está muy ensayada. Nadie pierde el ritmo. Sigo metiendo las cosas que necesitamos en la cesta. Queso, fruta, pan... La cámara se centra ahora en la sección de los congelados, donde una mujer que se parece a la Bernadette Peters de 'Pennis froma heaven' hace un número con un hombre que no se parece demasiado a Steve Martin, pero qué importa. Todos dicen I love you. Cojo una bolsa de guisantes y otra de coliflor y los dejo ahí, a lo suyo. Meto una botella de vino en la cesta y escucho a Audrey Hepburn entonar el célebre 'Moon River'. Ya sé que 'Desayuno con diamantes' no es un musical, pero esa escena vale por muchos musicales juntos. "My Huckleberry friend, moon river and me". Me voy alejando de ella con esa melodía en la cabeza, pensando que algún día volveremos a desayunar en Nueva York. O en París, como la propia Audrey en 'Una cara con ángel', que no es mi Stanley Donen favorito, pero es que en 'Dos en la carretera' no cantaban.
La voz de la cajera me devuelve a la realidad. "¿Quiere bolsa?". Y de repente, negando con la cabeza y señalando mi carrito, me doy cuenta de que todo el mundo está en silencio. El musical ha terminado. Salgo del supermercado y está lloviendo. De regreso a casa, voy pensando que sería un acto de justicia poética que la muerte, cuando haga su aparición, tuviese el rostro de Jessica Lange, como en 'All that jazz' (otra vez el gran Fosse), otro de mis favoritos. Pero no te apures, Jessica. El espectáculo, aunque suene manido, debe continuar. Y continúa, a pesar de que esta decadencia no sea tan divina como la de Bob y Liza.
lunes, 6 de abril de 2020
Aquellos días azules
Ayer, por primera vez desde que comenzó este confinamiento, se abrió una grieta. La noche del domingo cayó como un zarpazo. Me sentí como el preso que, agarrado a los barrotes de su celda, sólo piensa en huir. Echar a correr por las calles como Shirley MacLaine en el tramo final de 'El apartamento', aunque no estuviésemos en Nochevieja. Correr sin rumbo. Demasiados días de encierro sobre nuestras espaldas, demasiados días de encierro por delante. Se van desgastando las cosas a las que agarrarse. La paciencia nunca ha sido mi fuerte. A pesar de que los años, para mi sorpresa, han conseguido aliarse con ella en numerosas ocasiones. Cuestión de supervivencia, supongo.
Entré en la cocina. Preparé una infusión y decidí hacerle un flan a mi madre. Entonces, pensé en ella. En aquellos veranos en el sur, en el olor de su pelo tras las horas de playa, en su piel después del sol, en los helados, en las primeras lecturas, en las películas vistas en aquel cine al aire libre. Una película que nunca se grabó. Una película por la que no ha pasado el tiempo. Como le ocurre a esa fotografía de Gonzalo Juanes en la que aparecen una madre y un hijo caminando por un parque. Como también sucede en la última novela de Elvira Lindo.
La victoria de los días azules y aquel sol de la infancia. Podríamos definirlo así.
Continuamos.
domingo, 5 de abril de 2020
Aute
Éramos jóvenes y, aunque pensábamos lo contrario, no sabíamos mucho de la vida. Éramos jóvenes y, en habitaciones en penumbra, de madrugada, escuchábamos a Aute. En cinco minutos, o menos, nos contaba una historia que era mucho más que una simple historia. En cinco minutos, o menos, cabía toda la vida de de unos seres que se amaban o se habían amado, que buscaban la belleza o la verdad, que se estremecían antes del amanecer, que descubrían que todo era más difícil que encontrar rosas en el mar. De pronto, la voz cálida y cercana de Aute inundaba aquellas habitaciones en penumbra y la madrugada era el refugio de múltiples promesas, de ansiados anhelos, de juegos desinhibidos, de reflejos dorados. Ese es siempre el poder de la poesía, de la música, del arte en general y con mayúsculas. De quien va escribiendo con trazo fino y elegante la historia de un país, de unas vidas, de unas esperanzas o de unos naufragios. Los principios y los finales. Porque todo eso cabe en cinco minutos, o menos. Todo eso que perseguimos y que se escapa en un soplo. Ahora, al fin, lo sabemos.
sábado, 4 de abril de 2020
Celebrando a la Duras
Leer a Marguerite Duras es derribar las paredes de este mundo, se encuentre en las circunstancias que se encuentre, y adentrarse en otro, en el suyo. Ese mundo donde está la infancia, la madre, el hermano mayor y -sobre todo- el hermano menor, los nazis, los amores, los amantes, el alcohol, el tabaco, los precipicios, la locura, los gritos, el desgarro, los niños, la ternura, las cometas en una playa desierta, la garganta deshecha y las manos ajadas por la erosión del tiempo. Los ojos vidriosos del que sufre y del que ama con intensidad. La escritura y la escritura cuando también se vuelve obsesión y parte esencial para seguir respirando. Y, planeando sobre todo ello, como esa cometa que asciende hacia un cielo gris en la playa desierta, el deseo. Ese deseo que alcanza cada página. Ese deseo que es furia y dolor y placer y tantas palabras no pronunciadas. Ese deseo que también es silencio. Ese deseo, sí, como una manera de luchar contra las adversidades y los zarpazos que planean metódicamente sus estrategias. El deseo absoluto.
El espacio en blanco y el texto sublime.
Marguerite nacía el 4 de abril de 1914.
Y aquí, hoy, vamos a celebrarlo. Como si estuviésemos alzando cometas en playas desiertas, sintiendo ráfagas de sol en jardines solitarios o bebiendo botellas de vino en ciudades lejanas.
viernes, 3 de abril de 2020
Brando y la sexualidad
Escribía ayer Pedro Almodóvar en un artículo que el albañil de 'Dolor y gloria' no existió en la realidad (aunque, todo hay que decirlo, quede muy poético en la película), que su despertar a la sexualidad fue con Warren Beatty. El mío, ya sé que no soy muy original (nunca me gustó Beatty), fue con este tipo que hoy, allá donde esté, cumple 96 años. La camiseta, claro. Y los labios y la mirada turbia y todo eso, pero también algo más que, evidentemente, comprendería años después: aquella vulnerabilidad que había detrás de la máscara, la camiseta y los incuestionables atributos físicos. Aquella especie de tormento y fragilidad, de miedo y desnudez. Aquella manera de reclamar afecto sin pronunciar una sola palabra. Eso, sin saber describirlo entonces, fui lo que aquel niño descubrió viendo una película con su madre cualquier noche de sábado y que enseguida supo que era un secreto que no debía compartir con nadie. Pero ésta ya es otra historia.
miércoles, 1 de abril de 2020
Huir de la melancolía
Llego a casa de mis padres con la comida que he preparado para los próximos días y los encuentro en la cocina, desayunando. No puedo abrazarlos, no puedo besarlos. Mantengo las distancias debidas. Es una situación dura y extraña. Siento, de pronto, ganas de llorar. Pero me contengo, claro. Están asustados y desconcertados. Como todo el mundo, supongo. Trago saliva y me pongo a hablar. Hablo mucho. No sé muy bien lo que estoy diciendo, pero hablo. Hablo como un personaje de Woody Allen, sin parar. Hablo para distraerlos mientras terminan de desayunar. Hablo como si estuviese interpretando una obra de teatro y todo lo que digo lo tuviese memorizado en la cabeza. Hablo para ahuyentar el miedo. Hablo porque después de tantos días viviendo esta situación aún no he asimilado lo que nos está ocurriendo. ¿Alguien lo ha conseguido?
También me río y los hago reír. No me preguntéis las tonterías que dije para conseguir esas risas. Ya no las recuerdo.
Los día pasan y la incomprensión permanece. Me despido de mis padres, sin besos ni abrazos. De regreso a mi casa, el frío me sienta bien. Noto pequeñas gotas de lluvia en la cara. Es una sensación agradable. Tan agradable como el movimiento de las piernas fuera de los espacios reducidos.
Hago las cosas de cada día, procuro mantenerme ocupado todo el tiempo (aunque cueste centrarse por momentos), leo historias nuevas y también releo páginas de algunos libros que me han gustado y que siempre están ahí, al alcance de la mano. Huyo de la melancolía. Creo que es lo último por lo que nos podemos dejar llevar, aunque a ratos la tentación acecha. Abro el último libro de Nélida Piñón y leo: "La vida nos proporciona subsidios para combatir la melancolía".
Es la frase que necesitaba leer.
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