La silla está ahí, abandonada a su suerte, al lado de los contenedores de reciclaje. A la intemperie, bajo la tormenta de un día de otoño que parece un día de invierno. ¿En qué salón, salita, dormitorio o espacio para la costura habrá pasado sus días? ¿Quién se habrá sentado en ella? ¿Qué conversaciones mantuvieron y con quiénes esas personas que la utilizaron? Quizá se ha desmantelado recientemente la casa de una pareja de ancianos y la silla terminó ahí, un día cualquiera de la semana. Martes, para ser exactos. Un martes que se pierde en el calendario de este mes un tanto anodino, noviembre, que nos conduce directamente a la vorágine de unas fiestas que a casi nadie le apetece ya celebrar, estragos y más estragos, lotería que no toca, falsedad y risas enlatadas, besos de compromiso y olor a cordero por todas partes, roscones de unos Reyes que sólo tuvieron gracia en aquella lejana infancia. Tal vez el hombre murió primero y la mujer conservó la silla donde tanto había cosido junto a la ventana hasta el final. La silla, ahora a la espera de la recogida por parte de los operarios del ayuntamiento, duró casi tanto como su vida, casi tanto como su matrimonio. Un hombre y una mujer que, finalmente, puede que ya no tuvieran nada que decirse, puede que ya no recordaran nada, y menos aún la procedencia o la utilidad de esa silla, abandonada en esta mañana triste y lluviosa que, si lo analizas en profundidad, uno no sabe muy bien qué sentido tiene.
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