Sé que es la hora de comer porque las señales horarias de la radio que tengo sintonizada desde hace un rato acaban de anunciar las dos de la tarde y porque hoy los niños del piso de arriba, no sé cuál será el motivo (quizá se han puesto enfermos todos a la vez), no han ido al colegio y se pelean entre ellos y dejan claro que no quieren comer lo que la chica que les cuida les ha puesto en el plato. Macarrones, sí, eso me ha parecido oír. Por eso sé que es la hora de comer. Y no porque tenga hambre. La mañana, entre trabajos y divagaciones, se ha pasado casi volando. No siempre sucede así. Ahora ya no se escucha la radio. Comienzan las noticias y no me apetece saber qué ha pasado en las últimas horas: ya me cansa la misma monotonía, el mismo invariable discurso. Es Nick Cave el que canta. "(I´ll love you) till the end of the world". Es la hora de comer y no tengo hambre. Escucho la voz profunda de Nick, su honda poesía. A pesar de que todo eso -la voz, la poesía- sea más apropiada para la noche, cuando acechan el insomnio y los fantasmas. Cerca de la ventana, revolotea una lluvia que casi parece nieve. Ligerísimos copos de aguanieve que se rompen en el vuelo, antes de rozar las baldosas del patio. No parece que la nieve de verdad ande muy lejos. Apetece abrir la ventana y dejar que esa lluvia incesante, lluvia que parece nieve, empape las manos. Pero no lo hago. La humedad no es buena para mis huesos, aunque siempre lo olvido. Observo cómo la lluvia salpica los cristales de mi ventana, de las ventanas del edificio de enfrente. Vuelvo a poner la misma canción. Nick Cave. Su voz profunda, su honda poesía. Aunque sean las dos de la tarde (cualquier hora es buena para los fantasmas). La amenaza de nieve.
Y pienso que esa música, la de Nick Cave, le sentaría estupendamente a la escena de una película donde estuviese la mujer que veo ahora desde mi ventana: en el edificio de enfrente, dos pisos por debajo del nuestro. Tendrá una edad parecida a la mía, pienso. Se mueve de un lado a otro de la cocina, haciendo mil cosas y ninguna, ajena a la lluvia que está cayendo, a la nieve real que se avecina. Está descalza y lleva una especie de combinación muy ajustada de color azul y el pelo, enmarañado y revuelto, atado en un moño rubio y medio deshecho. Enciende un cigarrillo con otro, pone al fuego la cafetera, parece que tampoco tiene hambre. Es la primera vez que veo a esa mujer y, de repente, siento una especie de pudor por observar sus movimientos. Pero no puedo dejar de hacerlo. No tiene cortinas en la cocina y la persiana está levantada. Supongo que ese pudor es sólo cosa mía. Quizá desde un piso superior alguien me esté ahora mismo observando a mí, mientras yo la observo a ella. La mujer se sirve una taza de café y se sienta, con cierto aire de cansancio y resignación, a la mesa de la cocina. Un desgastado mantel de colores la cubre: como si se tratase de un mantel que hubiese pasado por muchas casas, por muchas mesas. Sobre esa mesa distingo el Babelia de esta semana. Zadie Smith está en la portada. La mujer de la combinación azul lo coge y se pone a leerlo. Sorbe lentamente el café al que no le ha puesto leche ni azúcar, continúa fumando, encendiendo un cigarrillo con el anterior. Y la dejo ahí, al otro lado de la lluvia, de la lluvia que parece fina nieve, de la nieve real que se avecina, leyendo la entrevista a Zadie, pensando -tal vez- en la posibilidad de comprar su nuevo libro, ese que habla de las calles de Londres y de algunos de los personajes que la habitan. Quizá, si llega a leer el libro, en alguno de ellos, se vea reflejada. Quizá ni siquiera conozca a la escritora y hoy la esté descubriendo. Quizá se anime a comprar el libro o a ir a buscarlo a la biblioteca. Sé que, si lo hace, lo descubriré. No parece tener intención de poner cortinas en la cocina, de bajar la persiana. Volveré a poner a Nick Cave y a observar, acaso con cierto pudor (o ya sin él), sus movimientos.
Cualquier día de éstos. Cuando anuncien las dos y no tenga hambre. Antes de que llegue la nieve, probablemente.
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