El tren salió con rigurosa puntualidad. El viaje duraría unas cuatro horas. En mi bolsa, entre libros y periódicos, había lecturas para varias horas más. Era invierno y estaba amaneciendo. No llovía, aunque los pronósticos habían anunciado lluvias y algo de nieve para las primeros momentos de la tarde. No había demasiada gente en el vagón. Más bien al contrario. Mejor así, pensé. Más silencio, más tranquilidad, menos bullicio. El tren avanzaba a bastante velocidad. Recosté la cabeza en el asiento, sin cerrar los ojos, observando el paisaje que íbamos dejando atrás. Casas, tierras, árboles sin hojas, algunos madrugadores que se encaminaban a los huertos -todos ellos tapados con grandes plásticos- que cultivaban a uno de los lados de la casa... El humo salía de las chimeneas de esas casas y se perdía en la oscuridad del cielo. La imagen exacta del invierno. El frío, la amenaza de la nieve, la sensación de que aún faltaban siglos para que llegase la primavera y, con ella, los primeros calores.
Pese a la abundante lectura, no me apetecía leer. Tenía los ojos cansados. Había estado escribiendo hasta tarde y la emoción del viaje, como siempre, me había impedido conciliar bien el sueño. Unas horas más tarde, en la pequeña ciudad a la que me dirigía, me iban a dar un premio por uno de mis relatos. Enfrente de mí, una mujer joven hojeaba una revista. En la portada, los Príncipes de Asturias estaban de viaje por no sé qué países. Quizá se trataba de su viaje de novios, no lo sé. Miraban a la cámara sonrientes. La mujer no parecía muy concentrada en la lectura. Parecía que sólo estuviese mirando las fotografías. Posiblemente, era lo que estaba haciendo. Llevaba unas gafas de sol oscuras, lo que me llamó la atención desde el primer momento. Las manos le temblaban al pasar las hojas de aquella revista que tenía a los Príncipes en la portada. En un momento dado, miró a un lado y al otro y se quitó aquellas oscuras gafas de sol. Descubrí entonces su ojo hinchado. Una enorme mancha morada lo recorría. Apenas podía abrirlo. Acercó una de sus manos al ojo y, al tocarse suavemente la piel, un gesto de dolor transformó su rostro. Dirigió su mirada hacia la mía. Me ruboricé, pero era imposible apartar la vista de allí. Es lo que parece, susurró. No puedo negarlo, añadió. Y me empezó a contar su historia. Estaba huyendo de su marido, el maltratador. No le había dicho nada. Había aprovechado la noche y la borrachera que le hacía dormir profundamente, y había metido apresuradamente en la maleta las cuatro cosas más imprescindibles. Ahora, la maleta estaba a su lado, debajo de su bolso, pequeña y desgastada. No es la primera vez, confesó. Pero es la vez en la que estoy decidida a no volver a verle, añadió. A poner el punto y final a esta historia. Dirás que soy tonta, que esto no se aguanta ni una sola vez, pero yo misma soy la primera en juzgarme severamente. No hay peor condena que esa, la de uno mismo.
No la juzgué, evidentemente. Seguí hablando con ella. Cuando me contó parte de su historia -los insultos, los golpes, las amenazas: el miedo-, parecía más relajada. Las manos habían dejado de temblarle. Y de vez en cuando, a propósito de algún aspecto de la conversación, hasta sonreía. Así llegamos a nuestro destino. El ojo, al tocarlo, seguía provocando en su rostro aquel gesto de dolor.
Mientras recogía sus cosas, le pregunté su nombre. Alicia, me dijo. Pero me dio la sensación de que no se llamaba realmente así. Qué importaba. Nos despedimos. Se bajó del tren y, al hacerlo yo, la vi fundirse en un largo abrazo con una mujer -su madre, probablemente- vestida de negro de la cabeza a los pies, con el pelo muy tirante y canoso agarrado en un moño. Una mujer que se parecía muchísimo a Lola Gaos. Después, abrazadas, las vi alejarse de la estación. Y después, ya no volví a verlas nunca más.
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