En pocos lugares me he sentido más feliz que en una librería, solo o acompañado, como lector o como librero. Aún en tiempos difíciles, con problemas personales importantes (ninguno como aquel tiempo en que le descubrieron a mi madre su enfermedad y la dejaba cada mañana postrada en la cama, prácticamente inmóvil, esperando que las medicinas hicieran su efecto -que tardaron lo suyo, todo hay que decirlo-, para ir a trabajar), la librería era una especie de refugio. Mi refugio. Como lo es para el actor el escenario. Muchas de aquellas mañanas, cuando abría la puerta de la librería y pensaba en el dolor y la impotencia de mi madre por su enfermedad (y la del resto de la familia), pensaba en ellos, en los actores. Algunos de ellos se subían a representar su papel la noche misma en que su madre se había muerto. ¡Cómo podían hacer aquello! Eso sí que es profesionalidad, reflexionaba. Concha Velasco lo tiene contado muchas veces. Pensaba en ella, en Concha, subiendo a un escenario el día de la muerte de su madre, y abría la puerta de aquella librería, Aldebarán, y me ponía a trabajar. El trato con los clientes me salvaba de aquello que machacaba mis pensamientos, que me noqueaba por completo. Incluso, por unos momentos, entre charla y charla, recomendación y recomendación, libro va y libro viene, me olvidaba de mi problema. Nunca desaparecía de mi cabeza, evidentemente, pero la literatura, una vez más, me salvaba. Como lo hacía de niño, escondido en mi habitación con un libro en las manos, ajeno a un mundo -el que estaba al otro lado de la puerta de la casa de mis padres- que no me interesaba en absoluto. Como el teatro salvaba al actor, durante dos horas, cuando se subía a representar su papel. Y sentía el silencio del público, su respiración.
Ha pasado mucho tiempo de todo aquello. Mucho. El lunes se cumplirán tres años del anuncio del cierre de la última librería en la que trabajé. Nunca olvidaré la tarde de aquel dos de diciembre. Cuando llegué, el dueño me estaba esperando. Su cara era seria, circunspecta. Me señaló que pasara al despacho y allí, sin más, me dijo que había llegado la hora de echar el cierre. Supongo que, a estas alturas de esta insoportable crisis y de toda la pantomima que nos está tocando vivir, muchos sabrán la sensación que pasa por la cabeza de uno al escuchar algo así. No tienes ganas de llorar, ni de gritar, ni de desahogarte (todo eso viene después): sólo de meterte en la cama, de desaparecer por unas horas, por unos días. Desaparecer, sí, ésa es la palabra. Con la (tonta) esperanza de que, al regresar, descubras que todo aquello ha sido una broma de muy mal gusto. Recuerdo el momento de deshacer aquella librería como una de las experiencias más desagradables de mi vida. No hay aliento que valga. No hay palabras de consuelo. No quieres ver tu futuro y el futuro, como una pesada losa, se presenta ante ti sin consideración ni miramientos. Meter en cajas aquellos libros que habías ido seleccionando a lo largo de los meses era tan doloroso como recoger las cosas que uno ha disfrutado con alguien con el que ha compartido su vida, después de que la historia -por los motivos que fuesen- se rompiese. Sí, es algo parecido. La misma rabia, la misma impotencia. Un dolor similar.
Pero hoy no es día de ponerse tristes o melancólicos. Es día de comprar libros (cada uno en la medida de sus posibilidades) para que el resto de las librerías no acaben de igual modo. Es día de pensar en la labor de tantos buenos libreros que se colocan al lado de los lectores como un amigo al que aconsejar, con el que charlar. Es día de hablar de literatura (¿algún día no lo hacemos?). De acercarse a la librería y escoger entre tanta oferta qué libro te vas a llevar a casa. Yo casi lo tengo decidido.