Tengo una especial predilección por los libros que hablan de la muerte de algún ser querido, que con su prosa intentan atrapar en un puñado de páginas a ese ser amado que se fue, que evocan pasajes de su vida, que intentan buscar una respuesta, atrapar una luz que les permita agarrarse y continuar hacia delante. Un hijo, una madre, un marido... Es difícil conseguir el tono, no caer en el sentimentalismo barato o la lágrima fácil. Es complicado mantener tensa esa cuerda donde se sostienen las palabras que evocan recuerdos, situaciones, sensaciones y sentimientos. "Mortal y rosa", de Francisco Umbral y "Con mi madre", de Soledad Puértolas son mis dos libros favoritos sobre estos temas. En el primero, Umbral evoca la figura de su hijo muerto, tratando de recomponer la ruina en que esa muerte ha dejado al escritor. Y en el segundo, con una prosa muy contenida, Puértolas hace lo propio tras la desaparición de su madre, tan presente, por otro lado, en casi toda su obra literaria. Últimamente, "La ridícula idea de no volver a verte", de Rosa Montero (del que ya hablé en este blog hace unos meses), me ha conmovido especialmente. No es propiamente una evocación, la de su marido muerto, sino una reflexión sobre la pérdida, sobre el que debe proseguir el camino en solitario, con los diarios de Marie Curie como soporte, quizá para ahuyentar un poco el dolor o para aunar dolores y espantar rotundamente esa posible sensiblería de la que antes hablaba. Es uno de los libros más conmovedores que se han publicado este año.
Ahora llega a mis manos "Lo que no tiene nombre", de Piedad Bonnett, donde la autora colombiana intenta buscar algo a lo que agarrarse tras el suicidio de su hijo Daniel. Es un relato tremendo y hermoso por su desnudez y por su sinceridad. Por la serenidad que, pese al intenso dolor, recorre sus páginas. Una madre que busca consuelo y no lo halla. Que busca explicaciones, que busca palabras en otros libros, que las escribe -con determinación, para que no desaparezca de su memoria- ella misma. Una mujer que busca un sentido. Apenas poco más de cien espléndidas páginas son suficientes para que nos pongamos en la piel de esta mujer: en sus dudas, en sus miedos, en sus reflexiones, en su manera de tambalearse tras la brutal pérdida. El tiempo, escribe, parece ahora definitivamente estancado. Pero no se estanca: el tiempo avanza, avanza, avanza... Y hay que recomponer la vida para que todo siga su curso. Ahí es nada. La tarea más complicada. Y en cierta medida, absurda. Pero no queda otro remedio. Avanzar, sí, es la palabra. Con extrañeza, con dolor, con rabia. En silencio. En silencios compartidos, cómplices, necesarios. Dolorosos.
Leo el libro de un tirón y quiero volver a leerlo. Por su poesía, por su serenidad, por su valentía, por su pudor. Porque hace unas semanas soñé que mi padre se moría y viví varios días sumido en una profunda angustia. Y porque seguimos necesitando encontrarle un sentido a todo esto. Aceptar que la vida es un ciclo, que las trampas o los dulces momentos (según el día, según la noche) no nos van a impedir llegar a ese punto sin retorno del que huimos como de la peor de nuestras pesadillas o del más dañino de nuestros enemigos, la muerte. Aceptarla debe ser el reto. Es el reto. Sí, lo sabemos. Sabemos que está ahí, que nos aguarda y que aguarda a los seres a los que amamos. Aunque no queramos pensar demasiado en ello. Aunque prefiramos huir de ese pensamiento todo el tiempo. Como yo mismo, la otra mañana, cuando me desperté tras soñar que había muerto mi padre y llamé a su casa para escuchar su voz. Sólo para eso. Y al escucharla -la voz aún soñolienta de mi padre-, respiré aliviado. Y ya no quise pensar en nada más.
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