Recorro esas calles de la parte vieja de la ciudad que tantas veces recorrí por la noche. Han pasado ya algunos años de todo aquello. Y, ahora, bajo un sol que quiere y apenas puede, lo hacemos, las recorremos, a primera hora de la tarde. De repente, detenemos la conversación y no decimos nada. Un extraño silencio está presente en esas calles, a esa hora, y también se instala entre nosotros. Un silencio que se asemeja a una especie de susurro nostálgico y que sirve de banda sonora para esa fotografía que está en el interior de nuestras cabezas. En el interior de la mía, que camino y recuerdo cosas, muchas cosas, y no digo nada porque no hace falta hacerlo. Hace años, estaba ahí, en esas calles, con gente que ya no camina a mi lado, y ahora vuelvo a estarlo, a una hora diferente, y pienso en todo lo que ha cambiado entre una fecha y otra, y en el vértigo del tiempo. El tiempo, sí, como una punzada, como un golpe traicionero, como un aullido. Y, de pronto, pienso que no quiero cambiar nada de lo que me rodea ahora. Nada, excepto la situación laboral, claro está. Que el tiempo se detenga, que no avance. Que todo se quede como está (excepto el trabajo, insisto). La nostalgia no debe durar más que cinco minutos. Y eso es lo que dura, cinco minutos justos. Los que le permito. No hay que bajar la guardia con ella.
Cuando nos sentamos en la terraza del Café Tránsito, después del largo paseo, ya estamos en otra historia. Pedimos un gin-tonic y lo tomamos relajadamente, escuchando la deliciosa música que proviene del interior, saboreando la exquisita mezcla (ya se sabe que no todo el mundo sabe mezclar bien la ginebra con la tónica, ni añadir la porción justa de limón, nunca de naranja, como hacen ahora en algunos sitios). Una agradable brisa mueve las hojas de los árboles, también las primeras que han caído al suelo. El otoño se va instalando poco a poco: comienza a afianzarse. Septiembre es el mes en el que los melocotones ya están demasiado maduros y es también el mes en el que, con un poco de suerte, podremos comer los primeros higos. En octubre, por mi cumpleaños, ya podíamos comer los que maduraban en la higuera que había delante de la casa de los abuelos y de la que hablaba aquí el otro día. Mi cumpleaños siempre va asociado a ese sabor, el de los higos. Tan dulce, tan cargado de recuerdos de otras épocas. Veo a mi madre allí sentada, debajo de la higuera, disfrutando de su sabor, uno de sus favoritos. Y quiero que esa imagen no se borre de mi cabeza nunca (no lo hará). La madre que comía los primeros higos de la temporada y que disfrutaba viendo cómo su hijo planificaba sus cumpleaños. Así, un año tras otro, que siempre he sido de celebrar los cumpleaños de manera importante, con más dinero o con menos. A ver qué pasa este año.
Contemplo el movimiento de las hojas, siento el sabor del gin-tonic en la garganta y escucho la música que viene del interior del café. Por un momento, parece que no estuviésemos en esta ciudad, la nuestra, sino en algún otro rincón europeo. Me deleito con esa imagen, la de mi madre en aquel tiempo, y mantengo la nostalgia a raya. Cinco minutos. Para ella, es más que suficiente.
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