Mi madre viene a vernos y llega, como siempre, con una bolsa repleta de exquisiteces culinarias. Entre ellas, una bolsa con mandarinas. Las primeras de la temporada. Mis preferidas: con ese punto ácido que te deja en la boca y ese escalofrío que, como una especie de rayo intenso y veloz, rechina en los dientes, los de arriba y los de abajo. Las que vienen después, mucho más dulces, ya no me gustan. Su olor, al abrir la bolsa, se extiende por toda la sala. Incluso Francesca, que siempre tiene que ser la primera en descubrir todo lo que entra en esta casa, husmea extrañada el aire donde permanece durante un buen rato el olor de esa fruta que remite a otras épocas, a otros otoños. Coge dos mandarinas para el recreo, solía decir mi madre antes de que saliese de casa en dirección al colegio. Dos mandarinas, tan saludables -al parecer- para prevenir las constantes infecciones de garganta que padecía. Aún recuerdo el olor de mis manos después de pelarlas. Aquel olor que no desaparecía aunque te lavases las manos varias veces con el agua helada que salía de los grifos de aquel colegio de curas. Tampoco el rastro anaranjado que dejaba en la piel. No era desagradable aquel olor en las manos. Podías percibirlo, entremezclado ya con el de los lápices o las gomas de borrar, mientras el profesor explicaba la lección o, subido al estrado, se la recitabas tú a él. Las primeras mandarinas de la temporada, las primeras clases del nuevo curso. Incluso, al llegar a casa al mediodía, aquel olor, el de las primeras mandarinas, seguía allí, en mis manos. Con toda su intensidad. Ni siquiera el jabón y el -ahora sí- agua caliente podía con él. Huellas anaranjadas, olores que la memoria conserva. Como conserva, a estas alturas, el recuerdo de lo que realmente importa. De las personas que dejaron huella, que no nos traicionaron. De los viajes que hicimos y de algunos de los libros que leímos. Sólo eso.
Por la ventana, abierta de par en par, entra un aire exageradamente cálido. Apenas corre la brisa. Tengo ganas de que el calor se vaya definitivamente. Me recuerda demasiado a este verano, que no ha sido, precisamente, el mejor de los veranos. Mi madre hace ya rato que se ha ido. No le gusta caminar de noche por las calles. Las mandarinas están ahí, en el frutero, sobre la mesa de la sala, al lado del ordenador desde el que escribo y de una pila -otra- de libros. Necesitamos una casa más grande y una gorra nueva para este invierno. Su olor, el de las mandarinas, me sigue produciendo cierto sosiego. Me produce más sosiego que nostalgia en estos momentos. Llega hasta nosotros, instalados en el sofá, con nuestros respectivos libros. Ah, el sosiego. De repente, pienso en él. Y recuerdo los versos de un poema de Wislawa Szymborska: "En algún lado debe haber una salida,/ eso es más que seguro". Sí, supongo que debe de ser así.
Precioso, a mi personalmente ni me gustan las mandarinas, ni me gusta el olor que dejan ni las mandarinas, ni las naranjas, pero leyendo tu prosa serena creo que hasta podrían gustarme. Mi olor de principio de curso es el de las piñas crepitando en la cocina de carbón, el de los higos maduros, el de las manzanas para sidra...
ResponderEliminarUn beso Ovidio, la salida cada vez está más cerca