Es un domingo lluvioso, triste, desapacible. Un domingo más de este invierno interminable. Mi hermana, que está de descanso, nos invita a una copa a media tarde. Nos gusta tomar una copa a media tarde, sobre todo en verano, cuando las terrazas están (o estaban) llenas de gente y la luz no desaparece hasta las diez de la noche. Pero ella descansa y cuando uno descansa del trabajo tiene ganas de hacer cosas y de que los demás participen en ellas. Recuerdo bien esa sensación y aceptamos la invitación de inmediato. Nos sentamos en la terraza cubierta de un bar casi vacío. Apenas pasa gente por la calle. Está oscureciendo y en las ventanas de las casas de los edificios de enfrente se encienden algunas luces. A través de los visillos, puede verse el movimiento de los habitantes de esas casas, el juego de sombras que sus cuerpos producen en la penumbra. Una mujer con un libro en la mano, un padre con un bebé en brazos, el paso lento de una persona mayor o enferma. Son algunas de esas sombras. Hablamos. Comentamos los acontecimientos de los últimos días, las cosas que han pasado y las que no han pasado, lamentablemente. La sensación que uno tiene con esta crisis (la que nosotros tenemos, al menos) es la de hacer muchas cosas, aunque la mayoría no salgan o no sean, por desgracia, remuneradas. No hay dinero: es la frase estelar, la que está en boca de todo el mundo. La eterna canción. Es lo que hay. Y hay que aceptarlo, ¿qué otra cosa se puede hacer? La indignación es grande, sobre todo cuando lees los periódicos, cuando escuchas la radio, y ves todo lo que la gente se lleva por las buenas y se queda tan ancha, sin castigo alguno.
Otra de las cosas más dolorosas de estos tiempos es la desaparición de lugares emblemáticos de la ciudad, de esos lugares que siempre han estado ahí, en el paisaje de la ciudad, y que parecía imposible que fuesen a desaparecer. Nos enteramos que una de las últimas víctimas es la librería Santa Teresa, otro de los emblemas de esta ciudad. Con sus enormes escaparates y su mostrador antiguo, Santa Teresa era un lugar -otro- de referencia. Se cierra. Una librería más. Está ocurriendo con las librerías lo que sucedió hace unos años con los cines: fueron cayendo todos, uno a uno, poco a poco, hasta la desaparición total de todos ellos. Sigo añorando aquellos cines. Su olor, su clasicismo: todo lo que representaban. Por eso cuando voy a otra ciudad donde conservan ese tipo de cines, suelo entrar para recuperar en dos horas muchas de esas sensaciones perdidas. Sigo sin aceptar de buen grado tener que ir a un centro comercial, atravesando esa extraña mezcla de olores y de gentes, para ver una película que me interesa. No me gustan demasiado los centros comerciales. Y no me gustan, de todas todas, que los cines estén allí ubicados. Sin embargo, viendo lo visto, mejor tocar madera, no vaya a ser que desaparezcan también, que más vale poder ir allí al cine que no tener ni una miserable sala con pantalla grande a la que acudir.
Otra de las cosas más dolorosas de estos tiempos es la desaparición de lugares emblemáticos de la ciudad, de esos lugares que siempre han estado ahí, en el paisaje de la ciudad, y que parecía imposible que fuesen a desaparecer. Nos enteramos que una de las últimas víctimas es la librería Santa Teresa, otro de los emblemas de esta ciudad. Con sus enormes escaparates y su mostrador antiguo, Santa Teresa era un lugar -otro- de referencia. Se cierra. Una librería más. Está ocurriendo con las librerías lo que sucedió hace unos años con los cines: fueron cayendo todos, uno a uno, poco a poco, hasta la desaparición total de todos ellos. Sigo añorando aquellos cines. Su olor, su clasicismo: todo lo que representaban. Por eso cuando voy a otra ciudad donde conservan ese tipo de cines, suelo entrar para recuperar en dos horas muchas de esas sensaciones perdidas. Sigo sin aceptar de buen grado tener que ir a un centro comercial, atravesando esa extraña mezcla de olores y de gentes, para ver una película que me interesa. No me gustan demasiado los centros comerciales. Y no me gustan, de todas todas, que los cines estén allí ubicados. Sin embargo, viendo lo visto, mejor tocar madera, no vaya a ser que desaparezcan también, que más vale poder ir allí al cine que no tener ni una miserable sala con pantalla grande a la que acudir.
Edificios, paisajes, ilusiones... Incluso amigos. Esta crisis se está llevando demasiadas cosas. Y aunque no queremos ponernos más nostálgicos, resulta inevitable. Guardamos silencio por unos minutos, bebemos el final de la copa. Miramos la poca gente que pasa por la calle, bajo sus paraguas agitados por el viento. Las sombras que se mueven en las casas del edificio de enfrente, donde ya casi están encendidas todas las luces. Un domingo de invierno. Otro más. Ha llegado la hora de volver a casa, de espantar la melancolía.
Una vez más retratas en la instantánea ese paisaje que vemos muchos y que somos incapaces de plasmar, pero tú siempre encuentras la gama de colores propia en la paleta de la vida. Enhorabiena. Besos melancólicos, pero al fin y al cabo, besos.
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