Quería escribir hoy sobre aquellas mañanas de sábado en las que íbamos a Mieres, a comer a casa de los abuelos. Y de cómo recuerdo a la abuela Virginia, al entrar por la puerta de aquella casa, escuchando a las grandes de la copla. Marifé de Triana, por supuesto, entre ellas. "María de la O", "Torre de arena" y todas las demás. Quería escribir de eso, sí, porque lo recuerdo nítidamente. La imagen de la abuela moviéndose con soltura por la cocina, preparando suculentos platos, con la radio o la tele al fondo, escuchando aquellas coplas que tanto le gustaban, tarareándolas, mientras el abuelo ponía la mesa o se acercaba a la ventana para ver si llegábamos de una vez. Desde el coche, ya le veíamos allí, en la ventana, con su boina y su imagen imponente, y le saludábamos con las manos. Es una imagen que me viene de cuando en cuando a la cabeza, como la otra tarde cuando me enteré de la muerte de la gran Marifé. Aquellas coplas desgarradas, aquellos amores imposibles, aquellas interpetaciones sublimes y teatralizadas. Aquella felicidad, la de la abuela, preparando los platos que más nos gustaban, cantando aquellas canciones que se sabía de memoria, esperándonos con impaciencia. Aquella inocencia, la nuestra, sin saber lo que nos aguardaba, lo que el destino tenía reservado para nosotros. Ah, toda aquella inocencia. Quería escribir de todo eso porque, desde la muerte de Marifé la semana pasada, todo eso está metido en mi cabeza. La abuela, la cocina, la radio, las coplas... El olor de la comida, el paisaje gris de los inviernos en el norte, el humo saliendo de las chimeneas, los hombres entrando en el pozo minero que estaba situado enfrente de la casa de los abuelos, el abuelo asomado a la ventana, muy impaciente ya... Quería escribir de todo eso, sí. Pero ayer recibí una carta que me dejó profundamente conmovido y no puedo dejar de escribir sobre ella. No me dejó conmovido porque desconozca las cosas -buenas y malas- que en ella se cuentan, no, sino porque cuando las vemos en los demás nos conmueven de diferente manera que cuando nosotros las estamos viviendo. Es la carta de un antiguo compañero del colegio. En ella me dice que acaba de leer mi novela y lo que le ha conmocionado. También me cuenta cosas de su vida. Buenas y malas, ya digo. La vida y sus infinitos matices. La vida y sus alrededores. Y de repente, mientras leía su carta, yo le recordé a él, en el colegio, tímido, inteligente, reservado, muy educado. Un muchacho que, como yo, no encajaba nada en aquel ambiente cuartelario y demencial, a medio camino entre la cárcel de Alcatraz (juro que cuando visité la cárcel, en San Francisco, la primera imagen y el primer olor que vinieron a mi memoria fueron los de aquel colegio) y el manicomio de la segunda parte de "American Horror Story". Aquella inocencia que era la misma que la mía en aquella cocina, la de mi abuela, muchas mañanas de sábado, cuando ninguno de los dos sabíamos lo que nos depararía el destino. Cuando ni siquiera sabíamos que la vida iba a ir en serio, tan en serio como está yendo. Le recuerdo allí, en aquel colegio, sonriendo tímidamente o hablando conmigo, y esa imagen, la de aquel niño, no se aparta en ningún momento de mi cabeza mientras estoy leyendo la carta que me ha enviado y donde me cuenta más de una vivencia que hemos tenido en común. Y no puedo evitar pensar en lo injusta que es en ocasiones la vida. Esta jodida vida que se va escapando a pasos agigantados, demasiado agigantados, mientras miramos hacia delante y, a ratos, recordamos esas imágenes, la de aquellos niños que no sabían nada y que querían que el tiempo pasase velozmente para ir sabiéndolo todo. Esas imágenes que -aún hoy- siguen definiéndonos.
Siempre me he preguntado que ha sido de algunas compañeras de colegio, Elena y Maite por ejemplo, recuerdo sus caras, sus apellidos y recuerdo también cuando salieron de mi vida. Ambas fueron muy buenas amigas, también me acuerdo de alguna compañera de la Facultad. Hoy con las nuevas tecnologías y las redes sociales parece que sería fácil encontrarlas. Me queda la duda de si ellas también me recordaran a mi con el mismo cariño o de si ellas también estarían encantadas de volver a verme. Ya se sabe que los recuerdos son del color del cristal con que se mira.
ResponderEliminarPues sí, Ovidio, en los alrededores de la vida podemos encontrar no solamente nuestras raíces, lo que somos o pensamos, sino también, el matiz que a veces necesitamos para sonreír.
ResponderEliminarEnhorabuena por tus reflexiones Ovidio.Sentimientos de nostalgia que comparto.
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