Las mejores horas del final del verano las pasábamos mi amiga Araceli y yo hablando del amor. Sentados a la barra de cualquier bar, bebiendo vino en abundancia, fumando sin cesar cuando aún se podía fumar acodados en las barras de los bares y las gargantas no protestaban como lo hacen ahora con los excesos. Largas noches hablando del amor: del propio sentimiento en sí mismo, y de los libros, las películas, las canciones y las obras de teatro donde el amor era el absoluto protagonista. Personajes torturados por el amor o historias con final feliz, que de todo había. La poesía y el amor. De aquellas charlas hace casi un millón de años. Eran otros tiempos. Buenos tiempos, vistos con la perspectiva del tiempo, sin duda. En aquellas noches, entre charla y charla, buscábamos el amor de nuestras vidas o alguien que nos llevara a bailar hasta el amanecer, o incluso hasta más tarde, como hacían Jessica Lange y Sam Shepard (un suponer) en las películas. Noches locas, divertidas, entrañables, canallas, absurdas... Más de una vez nos llevaron a bailar hasta el amanecer y más de otra bailamos nosotros solos, que tampoco estaba nada mal. El amor tardaría algún tiempo en llegar. La vida y sus aprendizajes, ya se sabe. La vida y sus esperas, qué pesadita se pone la vida algunas veces con las dichosas esperas. Como debe ser, por otro lado (supongo). De los amores de Araceli no voy a hablar yo aquí, evidentemente. Y de los míos, tampoco. Porque los malos los he olvidado. Los amores que han sabido transformarse en amistad están ahí. Y el amor fundamental es el que lleva compartiendo conmigo los últimos seis años de este viaje. El amor no es una postal con un corazón estampado en el centro, ni un regalo comprado apresuradamente (aunque, dados los tiempos, no me parece mal el esfuerzo de los comerciantes por potenciar tal día como hoy, que hay que sacar el dinero como sea). No. El amor es otra cosa, aunque haya tarjetas y regalos comprados apresuradamente o con toda la calma del mundo. Cada cual pondrá aquí su definición. La mía es esa, la del viaje. Un viaje donde haya risas y manos que se apoyan (que para que te las echen al cuello ya están las de algunos traidores con doble cara y poca vergüenza o la de algunos tiranos que se burlan y aprovechan de la necesidad imperiosa de la gente en tiempos de miseria y desesperación, de desahucios y recortes constantes), miradas y silencios, complicidad y lealtad. Sólo eso. Y todo lo demás que uno quiera añadir para hacer juntos el viaje. Disfrutar de una idea, de un proyecto, de una ciudad y de la fotografía de esa ciudad, si has estado en ella como si no lo has hecho (ya habrá tiempo). Disfrutar de una botella de vino de veinte euros y hacerlo con una de euro y medio. Si la persona es la adecuada para el viaje, después de brindar, hasta ese vino de euro y medio la botella tendrá un sabor distinto al real. Ahí está la gracia, el quid de la cuestión. Y el que no sepa apreciarlo, no sabrá de lo que estoy hablando. Que de amor es de lo que estoy hablando, precisamente, sea San Valentín o no.
Hay postales que se llevan en el corazón para siempre: una ventosa tarde de playa en Rodiles compartiendo una toalla sobre los hombros, la declaración más tierna y más sincera de amor en la Plaza del Paraguas, un amanecer juntos en una playa en Llanes... todos esos momentos en los que el vil dinero no estaba en medio son los mejores regalos de San Valentín que he recibido nunca.
ResponderEliminarPues leyéndote la de euro y medio a mí me sabe a gloria.
ResponderEliminarMe quedo con las miradas y con los silencios. Aunque los paseos cogidas de la mano tampoco están mal.
ResponderEliminarAh! y lo del vino. El vino no puede faltar. Es un imprescindible entre miradas y silencios.
Me gusta tu concepto de vida.
YO también lo comparto
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