Hay actrices que, independientemente de que sus cualidades artísticas sean mayores o menores, son diosas. Hay actrices enormes que son diosas, hay actrices menores que también lo son. No importa si tienen cincuenta premios o ninguno. Rachel Welch, qué importa ahora la categoría a la que perteneciese, era una de ellas. Una diosa. Cantando, bailando, actuando. Su presencia hacía que fueses incapaz de apartar la vista para otro lado. Era una mujer con un físico despampanante, sí, pero no se trataba sólo de eso, sino de esa especie de don que poseen algunos hombres y mujeres que están por encima de todo, incluso de sí mismos. Pura magia. Puro arte. Pura fantasía. Puedes ver a esos hombres y mujeres en una mala película de sobremesa y te quedas allí prendado, mirándolos. Haciendo su papel, anunciando una conocida marca de champán o marcándose un número musical con la esencia del mítico Broadway. Rachel Welch pertenecía a este grupo. Estaba más allá del bien y del mal. Más allá de su personaje. Más allá de sí misma. Mítica
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