Me gustan las flores. No suelo comprarlas porque vivir con una gata no es compatible con ellas. Poca gente me las regala porque todavía sigue vigente esa estúpida idea de que las flores se suelen regalar a las mujeres. El otro día, cuando llegué a la librería La Buena Letra para presentar 'Carver y el metro de Berlín', había una rosa encima de la mesa. Rafa, el librero, me dijo que era un detalle de Emilia, legendaria librera de Personajes (hoy cerrada), donde tengo comprado numerosos libros de segunda mano a lo largo de mi vida. También había un libro al lado para que se lo dedicara (gracias). Pensé: mañana se la llevaré a mi madre, a la que también le gustan las flores. Después de una estupenda presentación (mucha gente, libros agotados) y de despedirnos de las caras conocidas, nos dirigimos al coche, aparcado a bastante distancia de la librería. Tanto Íñigo como yo teníamos necesidad de ir al baño. Decidimos entrar en un bar que encontramos de paso. Nos acercamos a la barra y pedimos las consumiciones. Íñigo dejó la rosa encima de la barra y se dirigió al baño. El camarero sonrió con malicia. Después, un compañero se acercó y, tras cuchichearle algo al oído, empezaron a reírse. Sin disimulo. A descojonarse abiertamente. Pasé. Estaba demasiado cansado (y contento por lo ocurrido en la librería) para líos. Tengo 51 años y estoy demasiado cansado para muchas cosas, es un hecho. Dos tíos y una rosa, qué risa. Qué buen chiste para Arévalo. Fui al baño, terminamos la consumición y nos largamos de allí. En mis relatos, entre otras cosas, se habla de homofobia, de acoso escolar, de nazismo. Retroceder todo lo recorrido, luchado y avanzado es cuestión de tiempo si nos descuidamos. De la rosa a la piedra, medio segundo. Cuidado. Hoy es una anécdota cargada de grosería. Mañana podemos volver a la casilla inicial.
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