Qué gran película podría haber sido 'La ballena'. Tenía varios ingredientes para ello. La historia de un hombre aislado del mundo. La historia de un hombre que se oculta por su excesiva obesidad. La historia de un hombre que busca reconciliarse con su hija antes de que todo termine. La historia de un hombre roto por la pérdida. La historia, en definitiva, de una redención. Un hombre que quiere dejar una minúscula huella. Certificar que, pese a todo, ha merecido la pena su paso por aquí. Que apuestas como el amor, por ejemplo, siguen vigentes en este mundo repleto de injusticias, inseguridades, miseria moral, degradación. Darren Aronofsky, el director de la película, sabe dirigir historias, mantener el pulso, llegar hasta las últimas consecuencias. 'Cisne negro', sin olvidar 'Réquiem por un sueño' y 'El luchador' (y olvidando completamente 'Mother!'), es la máxima representación de ese salvaje (des)equilibrio entre la locura y la cordura, entre el cielo y el infierno, entre el sufrimiento y el placer. Ese brillante pulso narrativo no está aquí, salvo en contadas ocasiones: los encuentros entre Brendan Fraser y Samantha Morton, otorgando credibilidad y hondura a uno de esos pequeños papeles que cuentan vidas machacadas, con difícil retorno. Y poco más. Brendan Fraser conmueve e impresiona, claro, por su situación y por las consecuencias que le llevaron a ella. Porque la película es él (y Morton, brevemente) desde la primera escena en la que aparece masturbándose (prometedor comienzo), pero tendría que haber sido más, mucho más. Subir a lo alto (lo roza en el final, pero ya es tarde), dejar un nudo en la garganta, encogerte en la butaca. Otra vez será.
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