Hace frío y al instante siguiente ya no lo hace. Todo depende de la ubicación, de que quedes atrapado o no en los espacios que ocupan esos rayos de sol sueltos, desperdigados. Ahí, donde ahora estamos sentados, se siente calor en la piel. Como la primavera, puro espejismo. Al mover la mano para llevar la copa de vino a la boca, volverá a ser invierno de nuevo. El invierno más largo que recuerdo. 'Horas de invierno', precisamente, es el libro de ensayos de Mary Oliver que estoy leyendo lentamente, retrasando el final. Escribe Oliver: "En el invierno sobre el que escribo hubo mucha oscuridad. Oscuridad en la naturaleza, oscuridad en los acontecimientos, oscuridad en el alma". Todavía quedan días y noches para despojarnos del abrigo y la bufanda. Sin embargo, no se está mal aquí. El cuerpo, quién lo diría, se habitúa a casi todo. El frío, el calor, la humedad, la enfermedad... Las costumbres, las caídas, los imprevistos. Hacerse viejo no consiste más que en aceptar esos cambios. Vamos haciéndonos viejos. Al ver a cierta gente después de muchos meses o años, pienso en ello. En cómo han cambiado sus rostros, sus cuerpos, sus voces. Supongo que esa misma gente pensará lo mismo de nosotros. El tiempo es implacable. Como el invierno. Como el domingo. Como esos rayos sueltos de sol que ya han desaparecido, dejando la mano, la copa de vino y el libro que hoy he encontrado por dos euros helados. Otra vez Oliver: "Puedo pensar durante un ratito; después, otra vez el mundo". El mundo, ahora.
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