No nos conocemos personalmente, pero no me resulta difícil imaginar a Ovidio Parades sentado en la terraza de una cafetería, disfrutando de un vermut o una copa de vino, viendo pasar a la gente, fijándose en los cambios de semáforo, en el vuelo de una melena, en el logo estampado en una camiseta. Eso pensaba al acabar Carver y el metro de Berlín. La literatura de Ovidio está ahí, en esa mujer que cruza el paso de cebra, en esa pareja que ríe en la mesa de al lado, en la lluvia que acaba de empezar y que hace correr a los viandantes. Me es muy fácil empatizar con los cuentos de Ovidio, porque ahí también entiendo yo que está la literatura, en la cotidianeidad en la que el autor escarba. Lo que identifica a Parades es esa capacidad para traspasar lo “normal” (cabría preguntarse, sin embargo, qué es lo “normal”) e iluminar esas zonas grises, melancólicas. En definitiva, lo que engrandece los textos de este libro (pero también de los anteriores) es esa mirada de Ovidio que trasciende lo cotidiano y lo convierte en extraordinario. Háganse un favor y léanlo.
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