No recuerdo bien cuál fue la primera película que vi de Victoria Abril. A veces, quizás más a menudo de lo deseado, en la memoria de las personas cinéfilas, traspasadas ciertas edades, se van mezclando ya imágenes y recuerdos, y en esa mezcla es probable que se vayan perdiendo este tipo de datos sin demasiada relevancia. Sólo sé que muy pronto comenzó a ser una de esas actrices que, hiciese lo que hiciese, en cine o en televisión, había que verla. Abril era (es) un torrente, un torbellino, una fuerza única. Con una mirada, te desarma o te fulmina. Con un gesto, ordena y manda. Con otro gesto, se viene abajo si está interpretando a una mujer sin suerte. Con otro más, se viene arriba aunque la vida siga yendo cuesta abajo. Con un tono de voz (y sus diferentes matices), ama desmesuradamente y también puede odiar con la misma intensidad. Con un movimiento de gafas o de cabeza, explica cinco páginas de guion. Con un canturreo, define todo lo que lleva a cuestas su personaje. Nada se le pone por delante. Arrasa. Araña. Arrebata. Seduce. Pide calor o lo entrega. Acaricia o te lanza un puñetazo certero al estómago. Sus interpretaciones perduran en la memoria, no importa el papel que haga. Nunca deja indiferente. Nunca defrauda. Pocas actrices como ella van dejando un legado tan importante sobre el deseo y el placer en una pantalla. Sobre la pérdida de la inocencia. Sobre la falta de escrúpulos o de esperanza. Sobre toda esa multitud de maneras de vivir. Sobre las distintas formas de agarrarse a la vida cuando la vida no hace otra cosa que pisarte las entrañas. Qué extraordinarios momentos ha dejado en nuestra memoria. Qué ganas de que le den otro papel en el cine a su altura. Qué alegría produce verla recoger esa merecidísima Espiga de Honor. Qué grande eres, Victoria Abril.
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