La taza es de Duralex verde. Está ahí, en una de las estanterías más altas de uno de los armarios de la cocina de mi madre, junto a otras tazas y platos de los que se resiste a desprenderse. Siempre hay algo en la cocina de nuestras madres que, aun siendo cocinas nuevas, nos remiten a las cocinas de sus madres. La cojo. La miro. Me preparo un café con leche y me lo tomo en ella, en esa taza de Duralex verde, mientras observo impotente cómo este inesperado temporal arrasa con todas las plantas que mi hermana tiene en la terraza. Una taza de la Transición. Una taza en la que se agolpan muchos recuerdos para los que ahora tenemos entre cuarenta y cincuenta años (más o menos). Recuerdos personales, no los que se derivan de esa serie que, a mi juicio, tiene más prestigio del merecido. Los recuerdos propios. Los niños de entonces no sabíamos quién era Adolfo Suárez. Era un señor que salía en la televisión. Un señor al que casi todo el mundo, en principio, votaba. El presidente del gobierno. El primero de la democracia. Pero eso lo supimos mucho después. Entonces, tomando nuestros Cola-Caos en aquellas tazas de Duralex verde, no sabíamos nada de lo que estaba pasando. La taza conserva el recuerdo de aquellos sabores, el de los Cola-Caos, el de los primeros cafés con más leche que café, no el de lo que hacía aquel señor que salía en la televisión y sonreía mucho, y todo el mundo decía que qué gran político era. Alrededor de la taza también se agolpan las imágenes de aquellos cómicos que lo imitaban exageradamente. De las leyes que cambió tuvimos noticia tiempo después, cuando ya no éramos unos niños. Y aquellas tazas de Duralex verde ya comenzaban a arrinconarse, a ocupar espacio en las estanterías más altas de los armarios. En casa de algunas amigas, en aquel tiempo en el que estábamos descubriendo lo que había hecho aquel señor y tantas otras cosas, los platos que acompañaban a aquellas tazas eran ya utilizados como ceniceros. Aunque los fregases con abundante jabón, la ceniza ya estaba adherida con fuerza en el fondo de aquellos platos y no había modo de deshacerse de ella. Las vajillas, como los tiempos, ya eran otras. Y nadie quería mantener aquellos utensilios que remitían a un pasado en blanco y negro y que parecía casi remoto. Aquellas amigas, como nosotros mismos, aguardábamos un futuro lleno de promesas y esperanza. No sé muy bien en qué momento todo eso -como tantas otras cosas- se volvió añicos.
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