Ayer hizo calor en Oviedo. Un calor más propio de esas ciudades mediterráneas que tanto le gustaban a Carlos Novoa que de esta tierra. En medio de ese calor, tomando una copa de vino blanco en una terraza donde alguna vez coincidimos, me enteré de la muerte del periodista. Un infarto, 63 años. La punzada en el estómago. La sensación, una vez más, de lo solos que nos vamos quedando. Paisajes que se van despoblando de gente buena y sabia. Carlos era un hombre cercano, afectuoso, simpático, educadísimo. Cuando te encontrabas con él por la calle o en alguna taberna (tan conocedor de ambas, calles y tabernas), tenías la sensación de encontrarte con un amigo de toda la vida. "Tienes que volver al programa", me dijo una de las últimas veces que nos encontramos. Aunque aquel programa desapareció poco después, qué tristes suenan ahora esas palabras en mi cabeza. Poseía una de esas voces radiofónicas que pueden hacer lo que les venga en gana en todo momento. Una voz poderosa que te arrastraba a su terreno sin ninguna dificultad. Una voz cómplice, que son las voces que uno siempre busca en la radio (y en la vida). Sin prepotencia. Sin estúpidos alardes. Sin artificios. Las voces de las personas que son grandes de verdad, en su trabajo y en su vida. Porque hay que conocer mucho de lo que va todo esto para tener esa naturalidad y esa sencillez en el trabajo. Tonterías las mínimas. La radio como otro latido o una segunda piel. Así la sentía y así te la hacía sentir.
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