Verano. La lluvia del norte y la luz del sur. El cine al aire libre y el cine que ya no existe. El primer sorbo de cerveza helada. El sabor de la tortilla de patatas bajo el sol. La arena que se coló en el papel Albal. Los primeros amores y los primeros deseos. Sylvia Plath en la playa de Benidorm. El mismo mar de todos los veranos (libro), tan manoseado. El bañador de Elizabeth Taylor en aquel último verano. Y también el de Burt Lancaster en todas aquellas piscinas. El mismo mar de todos los veranos, sin metáforas. Nadar de noche. La piel caliente y la risa que te libera. Las manzanas verdes y las manzanas doradas de Eudora Welty. Los días largos y las noches sin fin. Levantarte temprano para escribir (hoy mismo) y que el amanecer te sorprenda de repente (ahí está). La humedad en los dramas de Tennessee Williams y la humedad en la piel. Verano y humo. Verano y vértigo. El crucero de verano de Truman Capote. Otras voces, otros ámbitos. La literatura siempre termina venciendo al insomnio. Esa música que viene de un lugar indeterminado. Expectativas, miedos, ilusiones, incógnitas. El comienzo del curso, aún tan lejano. Desear con fuerza que todo siga igual y desear con la misma fuerza que algunas cosas vayan cambiando. El verano y todos sus días por delante. La inquietud que solo él sabe convertir en serenidad. El primer día de verano. El último verano antes de cumplir los 50. Y nada pasa, nada, excepto la vida (Marguerite Duras).
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