Y llega el viernes, y damos un paseo muy largo a media tarde, y después, cerca ya de casa, él me pregunta qué me apetece cenar, y yo digo que me da igual porque es verdad, me da igual, yo lo que quiero es sentarme en una terraza dadas las agradables temperaturas, tomar un vino, contarle cosas de los libros que estoy leyendo, de las películas que quiero ir a ver al cine, de los proyectos que me rondan por la cabeza, y luego tomar otro vino, y al tercero, acodarnos en la barra de un bar y pedir una tapa de croquetas y otra de patatas bravas, que ya no pide uno cenar en grandes restaurantes, sólo eso, dos tapas, cuatro vinos, quizá un gintonic después si no hace frío, y regresar a casa sintiendo que la felicidad es eso, que no te empeñes en otra cosa, que es así, sentir que eres un tipo afortunado pese a esas historias que te inquietan, pero no puede ser, no puede ser, no puede ser, y ya sé que todo esto es posible en casa, pero a veces necesitas aire, calle, barullo, saber que la Navidad está ahí porque ya han colocado las luces, aunque la Navidad sólo me importe para beber champán y besar a la gente que quiero, pero no puede ser, y es entonces cuando te vuelvo a maldecir, Covid, qué nombre tan estúpido tienes, una y mil veces, y así hasta el próximo viernes o qué sabe nadie.
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