De aquellos tiempos, recuerdo las tardes lentas y soleadas del verano, los pantalones cortos y la mano de mi madre que era una especie de brújula sin saber todavía lo que esa palabra significaba. Sin saber, de hecho, casi nada. Y qué bien estaban así las cosas. No hay nada comparable a ese territorio de la infancia, verdadero mundo feliz del que tan rápidamente nos destierran. También recuerdo el estanque de los patos (sin Mafalda aún, claro), los niños allí arremolinados, el sabor de los barquillos y a la señora que los vendía y que acaba de morirse. La última barquillera del Campo San Francisco, dicen en los periódicos (miro su foto y la reconozco de inmediato). Sentada delante de aquel tambor de color rojo, donde guardaba sus tesoros. Mis favoritos eran los que tenían forma de cucurucho, aquella galleta alargada y sin helado, porque eran menos dulces. Aunque lo que en realidad me gustaba era acercarme a los patos y darles pequeños trozos de aquel barquillo. Me gustaba ver cómo los devoraban, estirando mucho el cuello, rozando casi la mano del niño, con ansiedad. Siempre chillaban pidiendo más hasta que me quedaba sin barquillo, mi madre sonreía (otras madres se enfadaban) y me compraba otro que se acababa comiendo ella porque entonces no me gustaba nada la comida. Y así regresábamos a casa: un poco agotados por el calor de las tardes interminables del verano, con minúsculos restos de barquillo en nuestras ropas que aparecían poco después, en casa. La barquillera, trabajadora incansable, se quedaba allí sentada hasta que casi se hacía de noche. Y no sonaba ninguna música -todo en calma ya- pero ahora, al recordar todo esto, siento en mi cabeza una música suave que iba quedando atrás, hasta que mi madre y yo, alejados del Campo y los barquillos hasta el día siguiente o al otro (siempre dependiendo de la lluvia), éramos dos puntos diminutos envueltos en el naranja decadente de un sol que se resistía a desaparecer.
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