La habitación del niño donde entonces había luz y ahora sólo hay penumbra. Los veranos luminosos y el recuerdo, todavía muy presente, de un hombre que pensaba sentado a la orilla del mar. El deseo y la tentación de los cuerpos que alguien determinó que se trataba de cuerpos prohibidos. La delicadeza a la hora de trazar con palabras los rincones de aquellas pieles, de aquellas carnes que avivaban los sentidos de la juventud y aun después. El roce que se hace lento y aquel fuego en la punta de los dedos. Paraísos perdidos, paraísos recobrados. todo entremezclado en la memoria del poeta y en la nuestra. Casi como un juego o un apunte filosófico. Ese tiempo al que siempre recurrimos cuando se ha ido, materia esencial del poema. El hueco de la nostalgia, siempre habitado. Lo que fuimos y lo que creímos ser. Lo que somos al acercarse el final del trayecto. El silencio del mundo, allí donde es posible -a ratos- encontrar algunas respuestas: más apuntes filosóficos. El silencio del mundo y aquel hombre sentado frente al mar, origen del deseo, del individuo y del propio poema. Y lo que media entre todo ello, recogimiento y ardor. Todas las estaciones que se han quedado definitivamente atrás. Y la voz de quien las describe.
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