Ava Gardner, vestida de blanco o de negro, con el pelo revuelto o recogido, de joven o de mayor, era una mujer impresionante. Aún hoy, después de haber visto todas sus películas y fotografías repetidas veces, es imposible apartar los ojos de ella. Era belleza, claro. Una belleza que, detrás de aquella fuerza arrebatadora y salvaje, dejaba entrever un sinfín de inseguridades. Parecía una diosa (lo era, lo es), se comía la pantalla y a quien hiciese falta, pero era humana al fin y al cabo. Era belleza, digo, y era un magnetismo a prueba de bomba. Bebía, fumaba, bailaba, amaba, paseaba con sus perros... Se perdía en sus propios laberintos y regresaba de ellos como quien regresa de un largo, necesario y catártico viaje. Y entonces, volvía a actuar. Y lo hacía bien porque era una actriz más que notable, a pesar de lo que dijese el listillo de turno. No se llevó el Oscar por 'Mogambo', pero sí el premio de interpretación de San Sebastián por 'La noche de la iguana', uno de sus mejores trabajos. Allí, hermosa y desmelenada, compartía cartel con un Richard Burton tan fiero y atractivo como ella. Imposible olvidar cada plano que comparten juntos.
Se cumplen hoy treinta años de su muerte. Y seguimos recordándola porque es parte indispensable de nuestra memoria cinematográfica. Y porque hay diosas a las que, con todos sus ramalazos humanos a cuestas, uno no se cansa de venerar.
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