Ahí está, muerto de risa o de asco, apoyado contra uno de los cristales del bar, casi diez días después de que terminaran las fiestas. Las cintas de espumillón aplastadas, las bolas medio caídas, la estrella más torcida que algunos destinos. ¿Cuánto tiempo le tocará seguir en esa esquina donde lo han arrinconado? Ese pobre árbol que desde primeros de diciembre hasta hace unos pocos días, con sus luces apagándose y encendiéndose, era la alegría del local. Algunos niños lo tocaban, algunas mujeres resaltaban lo bien combinados que estaban los colores de las bolas con el espumillón, algunos supersticiosos llegaron a pasar sus décimos de lotería por la estrella que lucía esplendorosa en lo alto. Es cosa de la encargada, es cosa del camarero, es cosa de los dueños. Es cosa de todos y de nadie. Me imagino que la responsabilidad irá pasando de mano en mano, como aquella falsa moneda de la copla, y ninguno se la queda. Ahí está, desaliñado como ese cuarentón que regresa de madrugada a casa, como esa mujer que pide otra copa de vino blanco y entra y sale del bar para fumar el último cigarrillo y se apoya en el cristal donde está el árbol, ya sin luces apagándose y encendiéndose, y se retoca el pelo, y advierte la necesidad de teñirse, y se resiste a irse para la cama, pensando que el corazón del sábado noche aún puede ser suyo.
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