El ruido de la calle queda amortiguado por los cristales de la ventana. Aunque el día ha sido oscuro y lluvioso, aún quedan algunos flecos de luz. Los invitados ya se han ido. Todavía están sobre la mesa los papeles que envolvían los regalos que mi hermana, siempre tan generosa, nos ha traído. Hace un poco de frío. Desde la penumbra del salón, observamos cómo se van encendiendo las lámparas en el edificio de enfrente. Los niños que vuelven del colegio, las cocinas que se preparan para la cena, la televisión que se enciende para estar al tanto de las últimas noticias... Los cumpleaños hay que celebrarlos, aunque, siendo sinceros, según van pasando los años, las cosas ya se viven de otra manera. No se trata de cansancio ni de falta de ilusión, no hay nada negativo en todo esto. La vida se va transformando, va cambiando como nuestros propios rostros. Sólo eso. Y casi pasamos por este día de puntillas, sin hacer mucho ruido, confiando en que dentro de un año todos estemos por aquí y podamos recordar de nuevo a las amigas que ya no están. Tu rostro. Lo observo, aún desde la penumbra. No soy fuerte ni poderoso, diría utilizando las palabras con las que Nélida Piñon abre su 'Libro de horas'. Observo tu rostro sereno, y ya está. Es suficiente. Enciendo la lámpara y comienzo a recoger la mesa. Todo, o casi todo, está en orden.
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