Mañana soleada, paisajes verdes, inquietante tranquilidad. En el tren, camino de Sachsenhausen, el campo de concentración situado a unos 35 kilómetros de Berlín, fui pensando en toda aquella gente que había hecho el mismo recorrido que nosotros en dirección a aquel infierno. ¿En qué irían pensando ellos? ¿A qué se aferrarían? ¿Serían conscientes de lo que les esperaba? Supongo que el miedo más atroz estaría por encima de cualquier pensamiento. Puede que el miedo llegase incluso a inmovilizar los movimientos más básicos: estirar una pierna, llevarse un dedo al rostro, poner una mano sobre la otra.
Luego, de regreso, tras ver todo aquello, el silencio. No podíamos decir nada. Un profundo vacío se instaló en nuestro cuerpo. Ganas de llorar, de gritar, de borrar de la cabeza aquellas imágenes. Pensar en el genocidio nazi es aullar, vino a decir Marguerite Duras en sus textos. Y creo que es la única palabra que se acerca a la definición de aquella barbarie.
Aullar.
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