En uno de los relatos de "Compañeras de viaje", Soledad Puértolas escribe: "Después de la muerte de mi madre, se me han ido las ganas de vivir. Siento una pena tan profunda que no puedo llamarla pena, sino dolor". Pienso en estas palabras mientras la mujer -simpática, dicharachera, cercana- a la que acabo de conocer en una comida entre amigos, me cuenta la historia de la suya, de su madre. Era una mujer alegre, divertida, siempre rodeada de sus hijos y sus nietos, con ganas de preparar comidas, meriendas, cumpleaños, tertulias, lo que fuese para estar con su familia, para reunirla en torno a ella. Una madre, me dice la mujer que me relata esta historia, que se fue demasiado pronto, con setenta y cinco años, hace tres veranos. ¿Verdad que era demasiado joven para estos tiempos? Escucho con atención esta narración y pienso en la palabras de Soledad: no sólo en esas, en las que antes mencioné, sino en las que escribió en un libro sobrecogedor tras la muerte de su propia madre. Al principio, prosigue narrando la mujer, te quieres morir. Durante un año largo estás así, con ganas de morirte, de no hacer nada. Todo se vuelve confuso, oscuro, difícil de llevar. No hay consuelo posible. Luego, añade, ya sabemos que el tiempo va cicatrizando las cosas, que hay una familia por la que tirar y que también tira de ti. No queda otra. Si no fuese así, estaríamos todos muertos en vida, vagando como fantasmas, como almas en pena, ¿no te parece? Asiento con la cabeza y pierdo la mirada entre las montañas que rodean esa idílica casa donde hemos pasado el día degustando manjares en tan buena compañía, en el sol que ya se va ocultando poco a poco y que deja en el ambiente una sensación parecida a la de los primeros días de septiembre, ya tan cercanos. Oigo el murmullo de las conversaciones: las risas que llegan, amortiguadas, a mi cabeza, que, en esos momentos, está en otra parte, en la historia que esa nueva amiga me acaba de contar. No puedo evitarlo. Es una historia común, lo sé. Todo el mundo, según se va acercando a una edad, tiene que pasar por ello (si no tuvo la desgracia de hacerlo antes), aunque no queramos detenernos mucho en ese pensamiento. En ese momento terrible que el futuro nos deparará, más tarde o más temprano, inevitablemente. A veces, tampoco es posible evitar esos pensamientos. Pensar en el miedo. Como cuando éramos pequeños y no podíamos dormir y nos asustaba terriblemente el hecho de pensar en la enfermedad o la muerte de nuestros padres. Sí, como entonces. En el fondo -¡qué importan los años transcurridos!-, nos sigue asustando de igual manera.
Trato de evadir todos esos pensamientos. Bebo un sorbo de mi copa. Y trato de atrapar el hilo de otras conversaciones. La luz de ese último rayo de sol que se oculta entre el tejado de la casa, entre los árboles, entre las montañas. Esa luz, ya moribunda.
La figura de la madre queda fija en nuestra memoria. No importa si se fue hace pocos o muchos años. Ella está ahí, para siempre. Cuando murió la mía yo tenía nueve años, ella apenas cuarenta y tres. La he recordado en alguna crónica en mi blog: "La partera Tabárez, mi madre". No mentí en nada, era así. Tal cual la recuerdo porque para eso sirve la memoria, para que los nuestros no se nos mueran del todo.
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