El beso en los labios de las dos atletas rusas parecía mucho más que un simple beso. Era un grito. Un grito hermoso y revolucionario, silencioso y rotundo, que decía lo que miles de palabras no podrían expresar con la misma eficacia, con la misma contundencia. El mundo, a sus pies, captando ese grito, ese gesto. Una escenografía simple y directa, sin mordazas, sin imposiciones (o arrancándoselas de cuajo). Un gesto improvisado (o no tanto) contra el fascismo, frente a las cámaras y frente al mundo, libre de amenazas. Libre: un gesto libre, sin más. Un basta ya. Un ya está bien. Un puñetazo en el comportamiento de los homófobos, de los intransigentes, de los que machacan niños en las escuelas, de los que torturan gays y los exhiben en Internet como el que exhibe su último amor, los poemas que ha escrito, el perro que ha adoptado o los bonitos zapatos que se acaba de comprar. Un golpe certero contra los que consienten leyes con las que no todo el mundo puede disfrutar de los mismos derechos. Contra los que quieren hacernos retroceder todos los pasos que hemos avanzado con la ayuda de algunos políticos decentes y de una ciudadanía aún más decente. Todo eso, sí, parecía el beso de esas dos muchachas rubias, con sus medallas en el pecho, con la alegría del que ha competido y ha resultado vencedor. Pero no. No se trataba de nada de eso. Era un beso, un simple beso de afecto, un gesto habitual de saludo en su país. Un fiasco para todos los demás. Para los que pensamos que aún queda mucho camino por recorrer y que hay que recorrerlo, pese a quien pese, que no hemos llegado hasta aquí para ver estas cosas ni para consentirlas.
Muchas veces pienso en lo estupendo que sería que se detuviese el reloj en multitud de ocasiones. En esos momentos de felicidad, de esperanza, de preparativos. En los mejores momentos. Detener ahí el reloj y disfrutar por más tiempo del que se nos concede de las sensaciones placenteras que estamos viviendo. Ahí, en esos momentos, con las dos atletas besándose en los labios y todos pensando que se trataba de una reivindicación, es cuando, en esta ocasión, el reloj tenía que haberse detenido. Detener el reloj, pensar que hay gente que sigue luchando (un gesto libre y reivindicativo frente a miles de personas es una buena manera de hacerlo), disfrutar de ese instante por un buen rato. Detenerlo ahí, en la fotografía, olvidarse de todo lo demás, y pensar que nadie nos quitaría la ilusión, que todavía hay gentes que merecen la pena. Pero no. El reloj siguió su curso veloz y enseguida nos dimos cuenta de que todo era tan falso como el mundo que se le desmoronaba a Cenicienta cuando el reloj daba las doce. El elegante vestido se convertía en los harapos de siempre y la carroza en un par de bobas calabazas. Y las atletas rusas dejaban de ser dos mujeres reivindicativas para convertirse, simplemente, en dos mujeres felices por haber ganado sus medallas. Un beso que ya no era un gesto ni un grito. Un beso que era sólo un beso. Y el mundo que siguiese su curso, con las intolerables leyes de su país incluidas. Adiós con las utopías y las reivindicaciones. Adiós con ese instante en el que creímos justo lo contrario, que otro mundo podía ser posible y que alguien con valentía hacía algo por intentarlo. Adiós, adiós. El reloj seguía avanzando y el mundo volvía a ser igual de sucio e injusto. O tal vez, un poco más. Qué pena. Y qué cansancio. Pero, con atletas reivindicativas o sin ellas, la lucha continúa. Que vaya quedando claro.
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