Dice el gran Gonzalo Suárez que hay que inventar la realidad, igual que la inventábamos de niños. No puedo estar más de acuerdo. Sé que, a estas alturas, es más difícil, pero ¿qué no lo es? En realidad, quizá más aún en la adolescencia que en la niñez, ante aquel paisaje gris que no se correspondía en absoluto con nuestros deseos e inquietudes, algunos era lo que hacíamos. Inventar la realidad. Colorearla. Darle sentido. Nada como la literatura y el cine para ello. No sólo cuando estábamos leyendo o viendo una película en la penumbra de una sala o del salón de la casa de nuestros padres, sino después. Cuando ya habíamos cerrado el libro o los títulos de crédito habían aparecido en la pantalla y sonaba una música y las luces de la sala empezaban a encenderse, o nuestro padre irrumpía en el salón para decirnos que ya era hora de que nos fuéramos para la cama. Ahí venía lo bueno. Ahí siempre salían las cosas como tú querías, como deseabas. Inventando la realidad. Coloreándola. Dándole sentido. No había mejor cosa. Escribiendo, claro, también inventabas la realidad, la que a ti te interesaba. Qué placer. Habitar en aquellos mundos que imaginabas y plasmabas en un papel. Ahí podía suceder todo lo que revoloteaba por tu cabeza. No había límites. El resto del mundo podía quedarse fuera, donde mejor le apeteciese, no me interesaba. Que un chico te gustaba y no te hacía caso o no era gay, qué importaba (bueno, sí importaba), en la historia que tú inventabas, aunque terminase mal (dependiendo de la tendencia al drama del momento), sí lo hacía.
He pensado en ello estos días en los que Robert De Niro ha cumplido 70 años (qué vértigo, el tiempo, una vez más). Hace 20 años, más o menos, había un chico mucho mayor que yo que me gustaba y que se parecía a Robert De Niro. Nunca me hizo el más mínimo caso. Cosas que pasan. Pero no importaba (bueno, sí): ahí estaba el verdadero, en la sala de cine, esperándome. A mi amiga María, que también estaba enamorada de Robert (del auténtico) y a mí. No había película suya que me perdiese. El Robert De Niro auténtico me hacía olvidar al otro, que, si me fijaba bien, tampoco se parecía tanto. Luego, en mis relatos, en la imaginación, volvía a parecerse. Y mucho. El chico que me gustaba era un calco del auténtico Robert (se parecía bastante, siendo sinceros). Y así, la realidad, la que inventaba por las noches, hacía que la otra, la que tocaba vivir, fuese más llevadera. Todo el mundo ha pasado por ello, supongo. Cuando, a principios de mes, me compraba el Fotogramas y anunciaban una película de De Niro, no hacía más que contar los días para ir a verla. El viernes, en la primera sesión, allí estaba yo. Era uno de esos actores que, hiciese lo que hiciese, nunca dejaba de ir a ver sus películas. Por sí mismo y por la fantasía que me provocaba. Durante un tiempo, siendo honestos, más por la fantasía.
Los años fueron pasando y Robert De Niro fue envejeciendo y el chico que se parecía a Robert De Niro, también. Luego, reales o platónicos, vinieron otros amores (¡qué lejano parece todo eso!). Pero ésa ya es otra historia. Quizá algún día la escriba: inventando la realidad, desde luego.
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