Abrir los ojos, despertar, escuchar a lo lejos el sonido de la radio, como un zumbido extraño que sólo te ofrece malas noticias. Las voces de algunos ministros que taladran tu cabeza con su absurdo soniquete y sus discursos de siempre. Más de lo mismo: siempre la misma retahíla: nada nuevo para las próximas semanas, ¿meses, ¿años? Quién sabe. A veces parece que ya no podemos dar un paso más atrás, y sin embargo, ahí estamos: consiguiéndolo. Las malas noticias que no cesan. James Galdonfini ha muerto, a los 51 años. Excelente secundario en el cine e inolvidable protagonista de una serie ya mítica, donde también aparece tu amada Edie Falco, ese pedazo de actriz. Te levantas y delante de la cafetera, mientras el café va subiendo (ese agradable sonido que te va reconciliando con el mundo, ese olor único y casi indescriptible), piensas ¡51 años! Qué vértigo. Supongo que Galdonfini los habrá exprimido a conciencia. Nada hace suponer lo contrario. Sin embargo, a esa edad, aún tenía mucho que decir, que decirnos, en la serie o la película que fuese. Su presencia imponente, el tono de su voz, la actitud... En fin. Piensas, una vez más, que hay que aprovechar cada uno de los minutos que estamos por aquí. Como mejor se pueda. Como te dejen. Cada día hay que inventarse el mundo, planificar el mapa, adiestrar la brújula. No tirar la toalla. Seguir hacia delante. Hundirte en los libros, en las películas, en las músicas, en las obras de teatro que puedas ver... No dejarte arrastrar jamás por los tiempos tan mediocres que nos están tocando vivir. Por la falta de consideración, por el hastío, por la desilusión. Y la mala baba de algunos. No caer en depresiones o derrotas. Jamás. Ese lujo no está a nuestro alcance. Lo sabemos. Sí, lo sabemos.
Mientras tomas tranquilamente la primera taza de café recién hecho, lees una de las historias de Marina Perezagua, "Fredo y la máquina", la historia de esa chica que lleva varios años en un hospital, tras un trágico accidente, y que, a pesar de todo, quiere seguir ahí, como le dijo a su madre cuando aún podía hacerlo. En unas pocas páginas, Marina logra conmoverme, atraparme de un modo casi magnético. Así es su forma de narrar, de transmitir emociones, de traspasar algunas líneas. Como lo hacen algunos poemas retorcidos y geniales. Y sigo leyendo. Lo hago incluso ahora, mientras revuelvo con la cuchara de madera el arroz con leche, que estoy preparando para llevar a casa de los amigos con los que vamos a comer. Leo y cocino. Y no quiero hacer nada más. A veces, qué demonios, no resulta tan difícil acercarse al paraíso.
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