Lo único negativo de los viajes es lo rápido que pasan. Si lo piensas bien no deja de ser más que una metáfora de la propia vida. Un día te levantas y te das cuenta de que ha pasado un montón de tiempo y el espejo va reflejando en tu rostro otros rasgos: más duros, más contundentes, más marcados. Algunos de esos rasgos que has ido viendo a lo largo de los años en los rostros de tus padres y de tus abuelos. Con los viajes, sucede lo mismo. Las horas previas en las que lo vas preparando y organizando todo. Y de repente, como por arte de magia, vuelves a estar en tu cuarto, escribiendo en tu ordenador, observando de refilón el movimientos de las vidas que habitan en el edificio de enfrente. La mujer que fuma a la ventana, la que se pasa el día limpiando los cristales, la que discute constantemente con su marido... Los sonidos del exterior llegan amortiguados: Radio Clásica suena de fondo mientras escribes. Y Francesca, que tanta algarabía ha montado a nuestra llegada (sigue sin soportar estar sola en casa), se ha quedado adormilada encima del sofá, abriendo de cuando en cuando los ojos para comprobar que estamos a su lado, disfrutando de los rayos de ese sol que no calienta tanto como aparenta, dichoso tiempo. Ya estás de regreso. La memoria conserva los recuerdos de ese viaje reciente que, al cabo de unos días, parecerá ya lejano. Tan lejano como el resto de los viajes que han ido conformando tu vida hasta hoy. Recuerdos que se irán mezclando con los recuerdos de otros viajes a esa misma ciudad, Madrid. En una época y otra, con frío y con calor, con sol y con nieve, con un estado de ánimo y con otro, siempre con la emoción alerta. Madrid sigue siendo una de las ciudades en las que siempre te gustaría perderte. Las calles, los parques, los museos, los cafés, las librerías... Esas zonas que conoces casi tan bien como las de tu propia ciudad y las que, en cada nuevo viaje, descubres por primera vez. En Madrid, como en casi todas las ciudades que uno adora, siempre hay lugares nuevos por descubrir. Lugares de esos que, como diría Elvira Lindo, uno no quiere compartir con nadie. O sólo con quien te acompaña en el viaje, en los viajes. En la memoria, pese a la brevedad del viaje, ya se van enredando unos cuantos lugares (y momentos) de esos. Los paseos, las copas compartidas, los libros de segunda mano encontrados, la complicidad con Óscar López y Pablo Vilaboy, el encuentro con los lectores y los amigos en la Feria del Libro, la encantadora velada con Laura Freixas y Alain... Y las risas, las que siempre consiguen nublar cualquier atisbo de melancolía. Todas esas emociones que, de regreso, ya en la habitación de siempre, rodeado de tus cosas, de tus libros, de tus discos, de tus fotografías, se van sosegando y asimilando, mientras piensas que la vida sigue su curso y que quizá el próximo viaje esté más cercano de lo que imaginas.
Una de las grandezas de Madrid es que nunca pregunta: "cuánto te quedas".
ResponderEliminarUn encuentro sorpresivo y muy agradable. ¡Hay que repetir con más tiempo! ¡Volved pronto, volved siempre
ResponderEliminarVolver tiene su encanto.
ResponderEliminarVolver...siempre volver.
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