La encuentro muchas veces por la ciudad, a primeras horas de la mañana. La mirada perdida, el pelo enmarañado, las ropas ajadas, el (enorme) bolso desgastado y con el cierre estropeado. Y el cigarrillo, siempre entre sus dedos temblorosos y manchados de nicotina. Hoy, cerca del teatro Campoamor, estaba detenida delante de un anuncio de telefonía móvil. Parecía absorta en aquel mensaje publicitario: en las letras grandes, en las sonrisas de los jóvenes que sostenían en sus manos los móviles que promocionaban, en sus dientes blanquísimos (con ese blanco tan falso que se empeñan en vendernos a todas horas como algo natural y maravilloso). Desde lejos, nada más distinguirla entre la gente que pasaba por allí, destacaban poderosamente sus pequeños pies. Iban enfundados en unos playeros de un color fucsia muy chillón. Unos playeros nuevos, sin duda. Relucientes. Brillantes. Impecables. Como si los hubiese estrenado pocas horas antes. Quizá fuese así. Ella no prestaba atención a los playeros. Sólo al anuncio. Estaba concentrada en él, como si estuviese muy interesada en la información que lanzaba: no sé cuántas llamadas con minutos gratis y toda esa archiconocida retahíla. Y en aspirar el cigarrillo, intensamente. Nada parecían importarle aquellos dedos cada vez más amarillentos, ni la tos que brotaba de su cuerpo menudo de un modo casi violento cuando pasé por su lado. La tos de los que fuman muchísimos cigarrillos al cabo del día. Esa tos inconfundible que a veces procede de una ventana lejana o de algunos de los pisos de los edificios en los que has vivido. Esa tos que delata al verdadero fumador. Al fumador empedernido, sin retorno. Nunca pide dinero. Sólo eso, cigarrillos. Te mira detenidamente (con esos ojos que miran sin ver) y te pide tabaco. Lo más probable es que no le conceda importancia al hecho de que sean rubios o negros. Qué importa eso. Lo importante para ella es el cigarrillo, devorarlo con la ferocidad de siempre, tener la cajetilla repleta. Como tantas mañanas en las que la encuentro, a primera hora. Como esta mañana en la que el verano ha hecho su aparición de un modo contundente. La mañana en la que, probablemente, esa mujer estrenaba unos playeros. Unos playeros de un deslumbrante color fucsia, que no tardarán demasiado tiempo en recibir las primeras huellas de la ceniza de sus cigarrillos. Eso a lo que ella, ajena a todo, no le prestará la más mínima atención.
Me gustan estos relatos en los que la vida sucede en abanico con todas las cosas y en cambio, la mirada, la atención, la estación de parada, se centro en uno solo de los detalles, quizá el menor en importancia y, sin embargo, el más personal.
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