Lo que Vargas Llosa haga con su pichula (por utilizar el mismo término que él empleó en su cuento) es asunto suyo. Vargas Llosa es un escritor, un gran escritor, aunque no esté entre tus favoritos. No es una persona que, por su trabajo público, deba mantener determinadas formas, ni tampoco es uno de esos personajillos de medio pelo que salen en programas casposos por cuatro duros. Y es también, no lo olvidemos, un anciano. Y los ancianos, aunque tengan la cabeza en su sitio, a veces, como los adolescentes (y no solo los adolescentes), pierden la cabeza. Aunque sea por amor o por sexo, o por ambas cosas. Las ancianas también lo hacen: recordemos las huidas hacia delante, entre escotes y hombres imposibles, de Sara Montiel o de Elizabeth Taylor en los últimos años de sus vidas, tratando de evitar lo inevitable (el paso del tiempo, el deterioro, los fantasmas de un pasado glorioso, la muerte). Sara era un mito, Elizabeth era un mito, Mario es un enorme escritor. Gente con carreras importantes a sus espaldas. Y no, insisto, esa gente sin oficio ni beneficio que da pena y vergüenza ajena. Por eso, después de lo ocurrido, me molesta bastante el ridículo al que está siendo sometido el escritor, compartas o no su actitud. (Piensa, antes de escribir o juzgar, que tú también puedes caer por los mismos precipicios, si no has caído ya, la vida es larga y complicada). Marguerite Duras vivió los últimos años de su vida con un hombre homosexual. Ella era consciente de ello. Y se enfurecía, y se rebelaba, y se emborrachaba, y seguía a su lado. Escribiendo algunos de sus textos más hermosos y estremecedores sobre lo que ella denominaba la imposibilidad del amor. Quizá Mario, ahora mismo, desde otra perspectiva, esté escribiendo sobre ello.
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