Hay una especie de pequeña liberación en dejar tu ciudad por unas horas. Coger el coche, sintonizar una emisora de radio, bajar la ventanilla para que entre el sol del invierno. Pensar que vas a recorrer muchos más kilómetros de los que en realidad vas a hacer. Pensar en el verano. No pensar en nada. Recorrer calles que no son las habituales. Tomar un café en un local donde la gente continúa bebiendo copas de cava y comiendo los polvorones que todavía quedan en unos diminutos platos colocados a lo largo de la barra. Entrar en una librería antigua como si allí estuviera aguardándote un inesperado hallazgo. Ver a la gente caminar con calma o caminar con prisa, siempre con una bolsa en la mano de la que sobresale el papel de regalo y la cinta de color rojo que lo rodea. Piensas que no hay demasiadas sorpresas en esos regalos, pero la ilusión siempre está bien. En algunos aspectos, pocas cosas cambian, aunque vayan renovándose las hojas del calendario. Y, en realidad, es mejor que sea así. Ir haciéndose viejo consiste en aceptar esos cambios que, tarde o temprano, harán su aparición. Que, en cierta medida, ya están aquí. Volver a la tercera línea de este texto: no pensar en nada. Ahí, frente al mar.
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